lunes, 27 de mayo de 2013 | By: Abril

Ignacio


Ignacio:

Ayer te vi desde el carro. Cruzaste la avenida sin mirar para los lados. Tuve ganas de lanzarte el carro y aplastarte con su peso y con mi rabia, por verte tan tranquilo como si el mundo te perteneciera solo a ti.

Debo confesar que me pasó algo raro porque luego del ataque de rabia, me conmovió tu corbata ladeada y esa manera única de cargar tu maletín, tu bolso, no se sabe muy bien que es esa cosa que cuelga de tus hombros. Pero sí sé que llevarás revistas de cine, libros de política, “cachivaches” para tu computadora y por supuesto, algunas cosas para tu nueva mujer.

Me enfurecí al pensar que sacarías del bolso ése, un anillo egipcio o turco, una libreta de papel exquisito o un artículo de una tienda gourmet recién abierta, para seducir a alguien.

Pero no será para mí porque no te soporto. Si pudiera, te lo haría escuchar cien veces, como te lo dije hace tres meses.

Te haré llegar esta carta para que sepas como he cambiado, ya no me convencen tus excusas ni conmueven tus argumentos.

Descubrí como eres y estoy feliz de apartarme de tu perturbadora influencia.

A veces te añoro y hasta te deseo algunas noches, por eso te quiero bien lejos. Bien lejos y para siempre, quería continuar pero no estoy segura de aguantar sin ti mucho tiempo.

Quería humillarte y ahora te pido que regreses a mí. Parece que caí otra vez en esa cosa que no sé como llamarla, desgracia, pasión, amor, enfermedad, no lo sé. Estoy concluyendo como lo haría una bolerista cualquiera, porque la vida sin ti, no la puedo vivir. Enamorada y ansiosa, te espero pronto.

Ana Belisa

(Mercedes Rojas)
lunes, 20 de mayo de 2013 | By: Abril

Ya tebia lublu


Por fin vamos a volver a vernos después de tres años, pensaba mientras iba en el avión. Tenía más de 20 horas para recordar que la primera vez que te vi mis ojos no dejaban de perseguirte, que la primera vez que te oí no podía escuchar otra cosa y que la primera vez que te besé ni yo mismo sabía que podía besar tan bien. Me enamoré hasta de tu nombre: Anastasia.

Londres fue cómplice de nuestra aventura. Podíamos pasar todo un día caminando por la ciudad machucando el inglés para entendernos. Nuestras citas eran en la misma estación de tren, Wall Street, que quedaba cerca de la escuela. Yo aprovechaba para pedirte disculpas por llegar siempre una hora tarde. Nunca entendiste que la impuntualidad es algo muy venezolano.

Allí iba yo, emocionado, pensando en la vez que fuimos a Escocia y no conocimos nada porque decidimos quedarnos encerrados conociéndonos a nosotros mismos. Ese invierno fue muy caliente, lo único que no te quité fue la bufanda, por si te daba gripe, tú sabes… Se nos pasaron los meses más que perfeccionando el inglés. Tú aprendías español y yo trataba de aprender ruso. Te expliqué lo que significaba: “No es pelúo ese idioma, es peluísimo”. Lo único que aprendí en ruso es que “te amo” se dice “ya tebia liubliu”. No me importaba nada más.

El día que tuve que regresar a mi país te prometí que volveríamos a vernos. Fue una tortura pasar tanto tiempo escribiéndote mails, hablándote por Messenger, viéndote por Skype y escondiéndole las facturas de CANTV a mi papá. El día que me llamaste y me dijiste “¡Vente a Rusia ya!”, no lo dudé, no me dio tiempo. Compré mi pasaje inmediatamente y arreglé mis maletas, ni siquiera me acordé del cupo CADIVI (eso tampoco lo has entendido, lo sé).

La cosa es que estaba en el aire esperando llegar a Moscú para luego subirme a otro avión que me llevaría a Krasnodar, que es como decir Tucupita aquí en Venezuela. Durante el vuelo imaginaba nuestro reencuentro, hasta estaba preparando un discurso, eran muchas mis interrogantes: ¿Qué tan fuerte iba a abrazarte? ¿Qué tan largo iba a besarte? ¿Qué era lo primero que debía decirte? Por cierto, tampoco sabía en qué momento darte el boleto adicional que llevaba para que regresaras conmigo a Venezuela.

S7 se llamaba la aerolínea que me llevaría a Krasnodar, yo era el único pasajero de pelo negro, y el más oscuro; nadie hablaba español y una sola azafata medio hablaba inglés. Fue en ese momento que decidí llamarte, antes de despegar: “Anastasia, en dos horas estoy allá contigo”. Tu respuesta fue: “No te puedo buscar, me caso el sábado”. Era miércoles, y colgaste. Me quedé tan frío como cualquier otro ruso. Pensé: “Esto tiene que ser una broma” y volví a llamarte. Me dijiste que ibas a buscarme, respiré.  Salí del aeropuerto y ahí estabas, hermosa, toda una princesa, causabas el mismo efecto en mí que la primera vez. Me acerqué y no hubo abrazo, no hubo “hola” o “privet”, como se dice en ruso. Lo que salió de tu boca fue: “Te voy a dejar en un hotel y mañana te regresas a Venezuela, que aquí no tienes nada que hacer”. Me acompañaste hasta la habitación y antes de que abriera la puerta te fuiste. Esa fue la última vez que te vi.

Ahí me quedé yo, viendo el techo y pensando que mi mamá tenía razón cuando me dijo: “Kenny, ¿qué vas a ir a buscar tú tan lejos por allá?”

Aún te recuerdo, no con odio; no me alegré cuando me escribiste, un año después, que te habías divorciado; disculpa por no responderte ese mail. Confieso que hasta ahora no te he llorado, es más, si quieres puedes venir a Venezuela para que veas que no hay rencores. Yo te estaré esperando. Dile al taxista que te deje en el centro de Caracas. Procura llegar de noche, que es más interesante.

Ya tebia liubliu.

(Kenny Cerna)

Sala de agudos


Querido Ramón:

Encerrada en un pequeño cubículo me dispongo a escribirte una carta porque si este inofensivo lapicero cayera en las manos del paciente equivocado, alguien podría terminar en la “emergencia cuerda” con un ojo vaciado o una traqueotomía innecesaria. Me desconsuela pensar que apenas comienzo el octavo semestre y que para ti, mis historias de estudiante perturbada sean una etapa hace mucho tiempo superada.

Lucía, la jefa de enfermeras, no me permite llevar el estetoscopio colgado del cuello temiendo que tras el menor descuido, me convierta en la primera bachiller estrangulada de la sala. Ni hablar de los celulares, nada que suene, vibre o emita luz es bienvenido aquí, así que recurro a esta forma obsoleta y aprovechando que los récipes ya están habituados a los garabatos, para decirte cuánto te extraño, Ramón. Tú tan serio, tan resoluto, con tu devoción y encanto de impecable galeno, obligas a que mi amor vaya in crescendo hasta rebasarme y abandonarme, dependiente e insensata cual serpiente enrollada a la vara de Esculapio.

Tuve que esconder los bombones que me regalaste el catorce. Ya sabes que el azúcar altera terriblemente la personalidad y no quisiera desatar un episodio psicótico en cadena por causa de un inocente chocolatín. Pues sí, Ramón, no soy tan orgullosa y recogí la caja de la basura después de echarte de mi casa tan desbaratado como la docena de rosas. Perdóname cariño, tu condenada ética otra vez logró sacarme de quicio, tú tan profesional y yo tan incomprensiva que aún sigo molesta porque fuiste incapaz de cambiar la guardia y preferiste ir a dejar el pellejo al hospital a quedarte conmigo, y disfrutar la velada romántica que preparé para el día de los enamorados.

Si te he dicho que a menudo me siento desamparada y culpable, me temo que este lugar no mejorará en nada mi situación. Es otro planeta. No puedes mirar a nadie directamente a los ojos y el ambiente pasa de taciturno a monstruoso en un santiamén. Los seres idos visten batas traslúcidas y no llevan ropa interior, qué siniestro… y qué desafortunados son. Un hombre de rodillas asiente con la cabeza mientras su alucinación le profiere mandatos diabólicos, un alcohólico con delírium trémens grita en falsete y una señora obesa se ríe eufórica y estrepitosamente. Con tanto ruido apenas puedo oír las indicaciones del interno.

Pero nada tan triste, amor mío, como la chica que ingresó ayer. Su mirada resignada perdió todo brillo bajo el efecto de los neurolépticos. Es una joven hermosa y espigada que lleva el brazo inmovilizado con un cabestrillo y éste a su vez se encuentra atado firmemente a la espalda.  La extremidad no la obedece y si lograra zafarse se iría por encima de su cabeza y la golpearía hasta dejarla sin sentido. Según reporta un familiar, el síndrome de la mano extraña se manifestó cuando ella se sacó del anular un precioso solitario que su novio arrepentido le pidió de vuelta. Mira en lo que puede terminar una pasión mal llevada. No como el sentimiento que tú y yo compartimos, que resiste noblemente, sosegado e invariable. Ya sé, el mérito es todo tuyo pues con inteligencia y buen juicio sabes mantener en calma mi naturaleza un poco histérica y demandante.

En los cuatro años que tengo estudiando medicina, ningún caso me había consternado tanto. Siempre logré abstraerme de las tragedias ajenas, pero aquí, en la emergencia psiquiátrica, me puse a llorar como quien no quiere consuelo, con rabia e impotencia y es que no puedo entender cómo un súbito desequilibrio químico le arrancó de cuajo la razón a esa muchacha, tan absurda y caprichosamente.
Pasé muy mala noche, amanecí con la cara apretada y pegajosa producto de una pesadilla que no puedo recordar; mi fealdad se ha hecho totalmente inmune al maquillaje, por eso te pido un poco de paciencia. De algo estoy segura, la especialidad en psiquiatría queda absolutamente descartada. Si reúnes valor para lidiar con dementes, allá tú. El cansancio me vence, ansío tanto tus besos y arrumacos de amoroso caballero como un sueño profundo y reparador.

Me robaré un par de pastillas cuando Lucía se distraiga. No es la primera vez que lo hago, creo que los verdaderos milagros existen (bien encapsulados) gracias a la industria farmacéutica. Te prometo que el próximo domingo estaré perfecta y radiante sólo para ir a tu encuentro, oliendo a Coco Mademoiselle y usando el vestido primaveral que tanto te gusta.

Me despido, Ramón, porque notarán mi ausencia en la revista matutina. Antes, entraré un momento al baño para devorar el clandestino bombón que conservo oculto en el retrete, un diminuto bocado que me recuerda el delicioso sabor de nuestro idilio. ¡Ah! y no creas que la pésima caligrafía hace parte de mis precoces ínfulas de médico pero forzosamente tengo que escribir con la zurda hasta que me quiten el cabestrillo.

María A.

(Karen Zambrano)

Para cuando olvides y ya no recuerdes...


Sé que tienes miedo y que no tienes la práctica o la gracia que se requieren para escribirte una carta a ti misma, pero tienes que hacerlo, Corina, tienes que hacerlo hoy que recuerdas, hoy que es aterradoramente obvio que con el paso del tiempo incluso tu reflejo perderá familiaridad.

Es martes 27 de febrero de 2013, tu nombre es Corina y te diagnosticaron Alzheimer hace diez años. Esta es una carta a tu reflejo, un intento desesperado por evitar lo inevitable, por evitar que te borres a ti misma por completo. Cuando mires al espejo te toparás, de buenas a primeras, con unos ojos descaradamente grandes, se los debes a la familia de tu madre. Fueron, siempre, motivo de halagos a los que nunca supiste cómo responder. Encantaron a tu esposo cuando él tenía 16 años y tú 14, cuando aún no sabías bien cómo usarlos. Controlaron a tus hijos, retaron a tus superiores y lloraron de felicidad, frustración y tristeza cada vez que la vida les dio oportunidad. Tu nariz jamás te gustó, eso puedes olvidarlo. Tus labios los mordías para darles color. No eras muy entusiasta con los labiales. Besaron por primera vez a los 13 años y solían ser la parte más expresiva y menos controlable del rostro que ves, tan incontrolable como las palabras que pronunciaban. Fueron muchas, por cierto, era poco lo que dejabas de decir. No por nada te casaste con la única persona que conseguía callarte la boca. Tu cabello significó tu primer campo de batalla, una guerra que sin duda alguna él ganó. Pocas veces te has sentido tan libre como el día en que aceptaste su soberanía y entendiste que estar siempre despeinada no era malo, era divertido, y que una cabellera con personalidad propia era un misterio que te sorprendería cada mañana de tu vida. Tus orejas no te preocuparon hasta que leíste que es de las partes del cuerpo que nunca cesa de crecer. Entonces, sufriste por una Corina anciana y las orejas con las que tendría que lidiar. Supongo que eso ya no será un problema. Por algún razón contaste los lunares de tu cara un día, eran 33, un número manejable que fue creciendo hasta que contarlos se convirtió en una tarea de ocio que no pretendía obtener resultados. Como contar estrellas.

Entrar en detalles sobre tu cuerpo sería extenderme más de lo que me atrevo a esperar que seas capaz de leer. Confórmate con saber que tenías el cuerpo ideal para tu personalidad. Tu carácter no habría sabido qué hacer con más voluptuosidad o menos altura. Lo sentías como un regalo, una facilidad, un dilema menos. Te procuró admiración al igual que respeto y se mantuvo estable a través del tiempo. Todo lo que tu mente no supo hacer. Te gustaban mucho tus manos, abraza ese sentimiento, respíralo, procésalo, antes de que empieces a levantarlas a la altura de tus ojos, a rotarlas de lado a lado como hacía tu abuelo, a mirarlas con extrañeza. Al parecer esperando una razón, algo, lo que sea, que las justifique. Tal cual como un bebé, excepto que tu expresión no se traducirá en curiosidad, sino en incertidumbre y quizá, incluso, en rechazo.

Olvidarás, está claro, escrito, sellado. Los nombres, las calles, los libros. Olvidarás lo que te gustaba y lo que no, olvidarás los quienes, los grandes y los pequeños quienes. Al amor de tu vida, a tu primer gato, el olor de tu padre al abrazarte, pero nada de eso se compara siquiera con la falta de olvidarte a ti. Tú, que ya te habías perdido alguna vez entre obsesiones y melancolías; tú, que contra el mundo lograste recuperarte a ti misma; tú, que dejaste de temerle a casi todo, pero nunca a la posibilidad de perderte nuevamente; tú, estás aquí, hoy, frente al olvido, y a lo único que no me resigno es a que olvides que te amas.

Corina, lo hiciste, conseguiste ser de las pocas personas que después de ver lo más feo de sí misma, se perdonó y se amó profunda y totalmente. De todos tus éxitos, ese es el mayor.

Te amo, te amo.

Recuérdalo.

Recuérdate.

(Maura Sulbarán Rivadeiro)

Te convoco


A vos:

Yo te escribo en secreto verdades que molestan, sutiles y engorrosas. No caben en la almohada o calladas, en la boca. Si cuando en el insomnio de noche sin murallas me miran a los ojos, escondo la guadaña, doy vuelta y me desplomo. Te susurro en mil notas verdades que no ofenden, lastiman o acobardan. Se sienten como bombas de estruendo en la garganta y afilan sus certeros estiletes de engaño. Me enchironan por santa, me deifican por furcia, se fugan vitoreando por sellarme los labios con besos desaguados por su lóbrego lacre. Hoy te canto en mis cuerdas verdades que se incendian con el hielo de tu alma, la médula se funde y mi esencia se amarga. Te convoco de amores y reclamo tu augurio… Despójame de duda, suspicacia o recelo, que someto a tu eterno poder mi deseo: me consagro a tus manos, me rindo a tus misterios, y encadeno mis alas a la piel de tu cuerpo. Verdades que no fingen. Mentiras que prometen. Cómo rasgar el silencio, si ya muero de miedo…

Fernanda

(Fer Bigotti)
domingo, 19 de mayo de 2013 | By: Abril

Hasta pronto papá



Estoy más distraída que nunca y lo pierdo todo. Tengo una nube de sombrero y esta ola de tristeza, en su vaivén, me oprime el corazón.

Cuando pienso en ti, vienen a mi mente dos cosa: el océano y unos versos de Neruda que rezan: …así cada mañana de mi vidatraigo del sueño otro sueño… El océano por tu condición de emigrante y la rima porque resume todo tu batallero e indomable espíritu.

No sé como pudo entrar tu colosal humanidad, en ese pequeño ataúd orlado de guirnaldas doradas. Tu rostro parecía el mismo de siempre, pero a mis ojos no escapaban las marcas de tu paso por esta Patria de corazón grande que te recibió.

Tu piel curtida, aparecía cubierta de minúsculas escamas como fragmentos de herrumbre; las hendiduras de tu carne, delataban todas tus edades: la de los sacrificios, la de bonanza, la de tu decadencia física y emocional. Ahí estaba tu cuerpo inerme y tu corazón sin recuerdos. Hace varios meses ya, la depresión se había apoderado de ti. Apenas abrías los ojos, una vez ambarinos, para mirar el vacío y después, el letargo te engullía nuevamente. Miro la flor que me traje de la capilla; ya pasaron tres semanas y aún esta viva. Me remonto a los recuerdos y a las anécdotas que solías contarme cuando te estabas recuperando de la caída. Mamá todavía no tenía la mente nimbada por el Alzheimer y se unía a nosotros.

Se casaron un 30 de diciembre y después de la ceremonia cada quien regresó a su respectiva casa, de hecho no consumaron el matrimonio ya que, la semana siguiente zarparías para Venezuela y a la familia le preocupaba un embarazo en tu ausencia. El esperado día llegó y en la estación de trenes te sentaste en un banco a esperar la locomotora que te llevaría a Nápoles, al lado de una campesina con una gran bolsa de la que asomaba la cresta de un gallo. La espera adormeció a la mujer y el asustado animal voló sobre tu raído abrigo dejando una estela de excrementos. Lo tomaste como una señal de buena suerte, le devolviste la bestia a su dueña y lavaste la mancha con nieve fresca. ¡Siempre fuiste supersticioso!

Tu maleta era de cartón y estaba asegurada con un cordel. En el puerto tenías los nudillos blancos de tanto estrechar el asa, por temor a los pillos de Nápoles. Pero, la anécdota que me arrancó una carcajada, fue la de la sirena del trasatlántico; al zarpar, el tronador silbido te tomó desprevenido haciéndote perder el equilibrio. Un pasajero cercano te sostuvo; más tarde descubrirías que era un compañero de camarote.

El viaje no te desagradó. Las mañanas las pasabas en cubierta; el viento, el olor a salitre y a rémora adherida al casco, borraban el hedor de los camarotes atestados. Las tardes transcurrían entre naipes y volutas de tabaco y si corrías con suerte, un trago de vino. De vez en cuando alguien sacaba una botella que atesoraba en su maleta: la esencia misma de sus terruños amados. Para esa gente sólo resplandecían las estrellas de la Patria recién abandonada y florecían las flores de la esperanza. ¡Y tu viejo, eras uno de ellos! Por las noches, un acordeón dejaba escapar su lamento y muchos lloraban quedamente, con el corazón henchido de nostalgia.

¡Pasaste aquí, en América, casi 64 años! El trópico lo embruja a uno; no es fácil encontrar en otros países estos verdes intensísimos, esta luz que se multiplica en miríadas de espejos con el viento y con el sol. Esta fue tu Tierra de Gracia; aquí construiste el rincón de tu alma con el que amaste, sentiste, viviste.

Te gustaba pescar. Solíamos ir al Rey del Pescado Frito; en el risco más alto, acomodabas tu caña y echabas la carnada. Al rato, mi piel se encendía y bajaba a refugiarme en la taguara que fungía de restaurante. Cuando aparecías exclamabas: ¡Mala pesca, no hay cena! Luego con una sonrisa cómplice preguntabas: ¿Quieres comer pescado frito con tostones? Ya entrado el crepúsculo, regresábamos a Caracas con la piel ardida y la cava vacía.

Nos gustaba el cine. Frecuentábamos un autocine cercano porque no te gustaban los espacios cerrados. Vimos películas que hoy son un mito: Bella de noche y Los girasoles de Rusia entre otras. Sin embargo, la que me impresionó, fue la de un colosal simio que llenó la pantalla de ferocidad. Esa noche te tocó trasladar mi cama al cuarto que compartías con mamá porque yo no podía conciliar el sueño sino aferrada a tu mano.

La mente me pide una tregua, pero no quiero cerrar esta carta con un simple adiós, prefiero despedirme de ti, a la luz violácea de la aurora, con tan sólo un Hasta pronto papa

Anna

(Anna María Pecorelli)

Para el amor de mi vida


Me levanté con las ganas de andar desnuda, con la vida desteñida y de espaldas a la indiferencia, me levanté y entendí muchas cosas: Te entendí, entendí  a mamá y me entendí, sí, después de mucho me entendí, siento haber tardado demasiado, pero se supone que esto venía con un manual de instrucciones y una garantía por si surgía algún daño, pero nunca me llegó nada al correo, también se supone que la crisis adolescente sanaba con alcohol y los recuerdos se borraban con el paso de la rebeldía, lo probé todo y todo siguió lleno de grietas; después de muchos cafés con sal en las mañanas y de resanar grietas, me puse a pensar en  ¿hace cuánto no escribo una carta de amor?, ¿cuál fue la última carta que te escribí?, por eso escribo, esta carta la título: Para el amor de mi vida, porque sí, el primer amor de toda mujer es su padre…

Papá, de tantas cosas que me enseñaste: El caminar y el amar sin duda fueron unas de las mejores; ahora vendría una lista enorme de las cosas que te agradezco y te agradeceré siempre pero mejor voy directo al vacío antes de quedarme sin tinta; debes entender que me rondan muchas preguntas, ahora cuando ya entiendo más, quisiera saber si ¿En algún momento toqué tu corazón con las manos sucias?,  ¿Era necesario salir por la puerta trasera de esa manera tan vil?, y  ¿Por qué te fuiste sin terminar de leerme todos y cada uno de los cuentos de los Hermanos Grimm o antes de que me enseñaras a patinar?, pero lo que más pesa, papá, lo que más duele es ¿Por qué no he tocado los recuerdos suficientes para que vuelvas a casa? Preguntarás que ha sido de mí en este tiempo, por eso envío esta carta, que no pretende ser un susurro ahogado,  aunque es muy probable que se estanque en la oficina de correos junto a otras cosas por decir…

Pero si has de recibirla, has de saberlo todo, empezando por el nudo, empezando por la pérdida, Papá, me desconozco frente a cualquier espejo, he cambiado por tiempo y necesidad, sin querer, sin elegir, me vine a dar cuenta muy tarde de que estoy rota y con cada caída se me entierran los pedazos, he fecundando relaciones muertas y he renacido con tejidos cada vez más inservibles dentro de mí.

Lloro porque me pesa, porque me duele, lloro porque hace frío aquí dentro y no paro de derramar pedacitos de hielo, lloro porque ese es el precio de tener alma. Y  Lloro de nuevo porque se supone que esta es una carta de amor y no de reproche, aunque supongo que todo eso viene atado al amor…
Sin pretender escribir más de una carta, hoy quiero que sepas, así por este medio, de buena manera y a escondidas de tus orejas, que elijo el perdón, lo elijo por encima del resentimiento que parece perpetuo, elijo la tranquilidad que brinda un buen funeral, porque como dice mamá: ‘’Para poder curarme este dolor del alma tengo que irme a un funeral y llorarlo, llorarlo como a un muerto.’’ Y por eso mismo elijo lo que sea mejor para el alma amarga y los años venideros.

Te perdonaré, hablando en un futuro, quizás lejano, como amiga, como hermana, como humano, pero tal vez, no te perdone  como hija, porque la sangre me duele y supongo que las explicaciones sobran.
Te preguntarás: ¿Y ahora qué?, lo que queda es sanar, hallar cada pedazo y bañarlo en desinfectante y perdón, enhebrar la aguja y coserme por dentro. No comí mucho dulce hoy y prometo no quedarme despierta hasta muy tarde.

Te amo, papá.

(Laura Guerrero)

Querido "Niño Jesús"


Querido Niño Jesús:

Aún recuerdo tus figuras abstractas y tus siluetas deformes, aunque cuando vivía entre tus calles, y transitaba por tus escaleras, prefería mirar al cielo porque era lo único que me gustaba ver a tu alrededor. Era un idiota.

Quizás no me recuerdes, pues solía ser uno de esos muchos que todavía viven en tus casitas iluminadas y descoloridas, tan juntitas todas que siempre se me hizo difícil saber en dónde comenzaba una y en dónde terminaba otra.

No sé de dónde sacaste tu nombre, pero es fácil imaginarlo. Eres un barrio. Un pesebre caraqueño. Tienes un montón de muñequitos que nadie quita cuando termina diciembre. Están allí todo el año, inmóviles, presos, con miedo. Deseando que los tiros que escuchan todas las noches no fuesen más que fosforitos. Pero sonrientes, siempre. No tienes arroyitos ni puentes bonitos. Ni a Jesús ni a María. Sí recuerdo a los mismos tres pranes magos, al que le decían mula, y al que le decían buey. Y estaba yo, José, pero me fui.

No tenías la culpa de nada. Pero quería estar lejos de ti. Odiaba despertar a las cuatro de la mañana para pelear un puesto en el jeep y poder llegar temprano al trabajo. Odiaba subir o bajar cada uno de tus malditos escalones. Odiaba los techos de zinc que no detenían ni las piedras, ni las gotas de lluvia, ni las balas. Odiaba las sábanas desplegadas sobre cuerpos helados que ya no podían sentir ni el frío del asfalto. Te odiaba.

Ahora te extraño. Extraño mirar el cielo que te servía de sombrero. Extraño ver a los papagayos serpentear entre las nubes como espermatozoides errantes. Extraño el verde de tus árboles, al lado del naranja de tus ladrillos, acariciando el azul de los tanques de agua. Extraño la impertinencia de los gallos al amanecer y la elocuencia de los gatos al anochecer. Extraño todas y cada una de tus lucecitas, las amarillas y las blancas. Te extraño.

Aunque entiendo lo importante que has sido para erigir mi vida, siempre me avergoncé de ti. Negué conocerte. Dije cosas horribles de tus muñequitos asustados pero sonrientes, de tus casitas iluminadas y descoloridas, de tus formas, de tus virtudes. De ti. De mí. Y lo siento. Nunca antes te había pertenecido como ahora que estás sin mí y yo sin ti. Nunca antes me había dado cuenta de que amaba algo cuando ya estaba perdido. Nunca antes te había pedido algo, pero esta vez te pido que me perdones. Descubrí tu belleza y ahora la quiero. La defiendo. La anhelo.

Cambié. Vengo de ti. Y seré siempre tuyo.

(José G. Márquez, Carta ganadora del Concurso Cartas de Amor de Montblanc, 2013).

La lluvia, el olvido y los perros



Montevideo, febrero de 2013

Flaca:

¿Sabes qué? Me di cuenta de que al final tenías razón con lo que me dijiste aquella vez, hace tiempo, en tu auto, la noche en que llovía afuera y un poquito también adentro. Sí, tenías razón. Yo preferí no dártela porque –no es para poner excusas– a esa altura todo lo que te daba se rompía y todo lo que me devolvías ya no andaba. No te la di, pero tenías razón.

Me acuerdo de que lo dijiste como al pasar, casi sin querer, como disculpándote por tamaño hallazgo y tamaña verdad dicha de una manera tan linda. Estábamos tomando una cerveza, callados, probablemente aburridos y claramente en duda, cuando me dijiste eso. “La lluvia no es mala ni perjudicial, mojarnos no es molesto ni dañino y la ropa ni se achica ni se rompe. Pero le tenemos miedo a la lluvia”. Estabas hablando de nosotros, yo me di cuenta, pero preferí pasarlo por alto. Hoy, que ya pasaron más de dos años y varias lluvias, entiendo que debí haberte dado la razón y bajar a mojarme, a caminar o a correr, pero a irme.

Dos años después siempre es fácil pensar. Esa noche no lo hice: ni me fui ni te di la razón ni nada. Apenas te largué un “puede ser”, indiferente y cobarde. Desde esa lluvia hasta el sol tibio y pusilánime de hoy pasó mucho tiempo y tantas otras cobardías. El final, predecible a todas luces, amagó ser final, pero fue apagón inconformista. No sé si te acordás, Flaca, pero la primera vez que hablamos de terminar fue casi que jugando. Nos preguntamos qué pasaría si, y respondiendo nos dimos cuenta de que la ruleta rusa que habíamos empezado a jugar resultaba tener seis balas, y aunque el tambor gira mucho, tampoco gira tanto. Nos dimos cuenta de que no sería tan grave, y eso es gravísimo, Flaca. Después de eso seguimos como si no hubiese pasado nada. El tambor giraba y las seis balas bailaban esperando que pare la música para ver quién quedaba sin silla. Dejamos de ir donde íbamos, dejamos de abrazarnos para dormir, dejamos de soñar con una casa bien lejos, dejamos de reírnos de la gente y dejamos de hablar sobre la lluvia. Pero no dejamos de vernos.
Te soy franco. No sé qué hacer. Seguramente esperabas que esta carta estuviese abrazada a una certeza, a una respuesta clara, a una decisión; a algo. Pero no. La carta dice lo que dice y hasta ahora no me ha dado más valentía que cualquier otra carta que pude haberte escrito bajo cualquier otro sol menos cobarde. Sin embargo, ya sabés, escribir me ayuda a pensar. Y sentarme a escribirte y a pensarte y a extrañarte joven me ayuda a acordarme de por qué te espero cada tarde y de por qué te elijo cada noche.

Es lindo acordarse, Flaca, porque en el recuerdo está la respuesta. Vos sabés bien que le tengo miedo al olvido, a la rutina, al conformismo, a “lo normal”, a la lluvia y a los perros. Esto último no importa, pero lo otro sí, el olvido sobre todo. El olvido es cruel, Flaca, porque entre otras cosas no existe. Yo sé que de vos no me olvido más, y sé que si me voy no va a parar la lluvia. Además, qué es eso de irse porque las cosas no funcionan. Qué es eso de escaparnos. ¿Sabés qué? Yo me quedo. Sí, lo decidí, me quedo. Y no me quedo por vos, me quedo por nosotros. Me quedo por lo que todavía nos falta. Me quedo porque nunca nadie dijo algo tan lindo sobre la lluvia. Me quedo porque dormir abrazados vale la pena aunque haya calor. Porque podemos tener una casita afuera. Porque te quiero a vos. Me quedo porque el olvido no existe, porque hay rutinas divinas, porque el conformismo es para mediocres y porque lo normal es para amores normales. Todavía no solucioné lo de los perros, ya sé, pero podemos comprar uno grande para la casa de afuera, y capaz que le tomo cariño. Y con él a todos. Y con vos al mundo. Y con el mundo a vos, que sos la ley de gravedad de todo lo que me pasa.
Al final sí, decidí, sé qué hacer. Me quedo, Flaca. Ahora estás leyendo esto y yo no estoy pero ya vuelvo. Me quedo. Ya vuelvo. Salí a buscar una película. Si tenés tiempo, cuando llegues, prepárame el más tuyo de los abrazos.

Yo

(Ángel Cal, 2º Premio, Concurso de Cartas de Amor de Montblanc, 2013)