domingo, 7 de febrero de 2010 | By: Abril

Ultima carta de amor


"Te conocí, repentina,
en ese desgarramiento
brutal de tiniebla y luz."
(Pedro Salinas)

Nos encontramos como dos perros cubiertos de mataduras y pusimos exquisito cuidado en nuestras cartas para no lamernos las heridas el uno al otro. Y te amé incondicionalmente, como se ama una casa sin saber quién enciende sus luces, como se ama una montaña sin saber dónde terminan sus senderos, o una flor de la que sólo conocemos su fragancia. Me enamoré de ti, del sabor retraído de tu yo, de las alcobas de tu alma, de la noche de tu pelo llena de amaneceres fallidos, de la frágil arquitectura que sostiene tu hueso húmero y tus sueños. Te amé y cuando te tuve entre mis brazos me sentí como nunca querido, porque uno valora más lo que no tiene.

En ningún momento quise preguntarte por tu pasado, ni por tu marido, ni si pensabas que la gente que habías amado podía algún día regresar a tus entrañas. No quisimos pensar en eso, ni siquiera cuando nos quedábamos callados después de hacer el amor; tampoco hablábamos de mi compleja situación matrimonial. Era consciente que llegaba tarde, que llegábamos tarde, pero pensé que nuestro presente surgido del aire como un encantamiento lo impregnaría todo, que a partir de entonces olvidaríamos nuestras memorias como maletas guardadas en un puerto; que superaríamos hasta nuestra diferencia de edad, naciste el año que yo llegaba a España, en cierta forma aparecimos juntos en esta tierra. Lo sé, nada de eso tiene importancia, cuando las ilusiones se quiebran hay que sobrevivir de otra manera.

En el primer correo electrónico que me enviaste, donde me pedías los libros que yo había "colgado" en Internet, terminabas con una post data: "Gracias. Y por la risa también". Después he oído varias veces la misma expresión pero ninguna me sonó como cuando tú me la dijiste. La tuya me produjo inexplicablemente la sensación de que había escrito exclusivamente para ti, para que algún día llegaran secretamente mis libros a tu cama. Era como una respuesta presentida. Esa frase inició todos mis sentimientos posteriores, mi curiosidad y a la vez mi miedo a conocerte. Me sentí casi feliz al saber que mis vivencias habían hecho reír a esa niña que ya había dado "el paso odiado y escabroso de adolescente tardía a premenopáusica renegada" como posteriormente me dijiste en otra carta (nosotros nos escribíamos cartas por Internet, los e.mails eran los de los demás).

Así supe que existías, al pie de Sierra Nevada y la literatura, y fue la primera de las dos mil cartas que nos escribimos por las noches como dos niños garabateando luces con la caligrafía prestada de los dioses. Tal vez empezamos un juego solitario y peligroso, pero poco a poco el azar fue destapando una a una nuestras cartas y en cada una de ellas encontraba la esencia de tus pensamientos, a cualquier hora del día o de la noche. Para nosotros, jugar con aromas nocturnos fue jugar con fuego.

Estabas en el puerto cuando el barco se fue separando del muelle, me despediste pidiéndome silencio aunque ya llevábamos un tiempo casi sin escribirnos, sin vernos, sólo sintiéndonos.

Cuando el laureado escritor de estilo soporífero que fue pareja tuya durante unos años, escribió una novela haciéndote la canallada de confundirte con una burguesita caprichosa, empecé a comprender porqué quería tanto a esa niña que había llevado siempre el corazón incandescente, como la niña de la lámpara azul de un poeta modernista paisano mío. Cualquier episodio de tu vida justificaba todos tus insomnios y agorafobias posteriores, desde tu fracasado primer matrimonio la misma noche de la boda, hasta el desamor final en que vivías, pasando por tu aborto en Nueva York, tu fuga a Buenos Aires con un apuesto "aeronibelungo" que resultó siendo un psicópata, tus ilusionados romances con músicos y artistas. Fuiste la discreta compañera de hombres que se hicieron famosos después de abandonarlos tú, me dijiste una vez, (en eso creo que conmigo vas a fallar), a cambio te dejaron tus miedos y recelos, pero supongo que ninguno de ellos llegó a vislumbrar el hielo incandescente que alimenta tu llama azul.

Intenté aprender a quererte, narrándote mi vida paso a paso. Te conté de mis padres, de mis abuelos, de mis amigos y de mis noviazgos frustrados, de mis inquietudes y soledades, te hablé de la gente que quiero y de la mucha gente que detesto, te enseñé también un poco de mí. Te llevé a un bulevar íntimo y secreto, e inventé nanas para poblar tus insomnios, versos que brotaron desde la primera madrugada que pasamos juntos en la casa de tu mejor amiga, en la que amanecí en ti como en un feliz suicidio y renací detrás de tu horizonte, tú lo llamaste frontera. Nos habíamos amado desgarradamente, como si hubiera sido la primera o la última vez en la vida que lo hiciéramos.

Muchas otras madrugadas me he despertado sobresaltado tratando de averiguar qué fue lo que nos unió como dos nubes que se funden para después desvanecerse por esa ruta mágica que recorrimos en fulgurantes encuentros: Loja, Ríofrio, Granada, el Albaicín, Sevilla, Antequera, Fuentepiedra, Salobreña, Motril, varias veces más Granada, Alfacar, Víznar, Guadix (no, Guadix no), Cijuela, Santa Fe, La Cala del Moral, Málaga, Gibralfaro, para separarnos cuando más nos amábamos.

En Salobreña algo se nos rompió por dentro a pleno sol, guardas una foto que atestiguan las gaviotas, pero en Víznar nos besamos a favor del viento ¿ni una brizna con olor a tomillo, ni una gota de rocío te queda al borde del recuerdo de tantos y tantos besos? ¡Qué espantoso vendaval nos desmenuzó el alma a nosotros y sin embargo ha dejado incólumes a esos flamencos rosados de la laguna de Fuentepiedra!

Allí estuve yo loco por ti, con la violencia mansa del viento del sur que deshilachaba aquella bandera naranja de la playa y envolvía tu aliento transparente; esa tarde que no entendí nada, que nos paseamos temerariamente por el malecón al filo de la indiferencia, cuando lo que yo hubiera querido era envolverte como el viento, debajo de tu ropa. ¡Ah, nuestro amor tan "barato" que dijiste tú, que lo sentimos tan tenue como el musgo sobre las rocas que vimos mientras almorzábamos, ese día que te convertiste en una hermana no sé si mayor o menor y nos enarenamos mutuamente el alma creo que para no tener relaciones incestuosas! En el camino de vuelta nos cayeron encima farallones de oscuridad. Sin embargo, sabíamos que viajábamos queriéndonos.

En la Casa del Capitel Nazarí casi te rompes un dedo por mi culpa, quitándote tus botas de monja basketbolista. Me miraste sin dolor y hubiera querido quedarme en tus ojos para siempre, pero solo atiné a aferrarme torpemente a la cordillera nevada de tu cuerpo sin saber dónde ponía el corazón, las palabras o los labios. En cambio en la Hostería del Laurel nos mantuvimos abrazados como aguardando que durante esa noche se creara otra vez el universo y nos escapamos luego por el Callejón del Agua como si nada hubiera ocurrido.

El fallecimiento de tu padre sucedió el mismo día de primavera que un año antes yo te había declarado mi amor en el Albaicín. Hay fechas terribles capaces de soportar la alegría y la pena, con el mismo sol, el mismo aroma a jazmín. Los griegos relacionaron el amor con la muerte, yo me sentí parte de tu tragedia, me sentí culpable, culpable de quererte tanto. Comprendí que nada en el mundo tuviera importancia para ti en esos momentos. Hablamos por teléfono, te noté corroída por la pena, tengo aquí sus cenizas en una bolsa de deportes, me dijiste.

Me mantuve lejanamente a tu lado, no quise rasgar la bruma que te embargaba, esperaba a que salieras de tu dolor como quien abandona la soledad y empieza a recorrer de nuevo las estrellas y las voces. Deseaba que te apoyaras en mí, que te acercaras de puntillas, como siempre lo habías hecho a través de internet, para callarnos juntos en medio de la noche. Ingenuo de mí que pensaba que entre nosotros y la literatura podríamos llegar juntos a comprender algo del mundo. Pero tú preferiste retirarte a la quietud de tu melancolía, defendiste tu pena cristalina, no quisiste que me acercara ni siquiera por carta: fue un cambio súbito que me dejaba en una repentina y brutal oscuridad, que me caía como la puntual cachetada que recibe el niño que puso la cara esperando un beso. De ti estaba dispuesto a aceptar hasta el desamor, aunque no lo entendiera.

La única explicación que me di es que hubieras caído en una depresión y en ese caso no habría dejado de estar a tu lado aunque me odiases, te lo dije, pero tu actitud me convenció de que simplemente habías perdido la ilusión por las cosas que te rodeaban y por mí, era un mal menor que yo tenía que asumir, como quien contempla los charcos cuando baja la marea de un mar que se ha hecho pedazos contra el cielo en una pasión inútil.

Me dijiste que habías perdido tu capacidad para amar (que yo sabía que era inmensa), me decías no poder responder a mis sentimientos y me pediste silencio. Aunque suelo perder todo interés por las personas que me dejan de querer, contigo seguí bebiendo la oquedad de ese cántaro vacío, el eco de tu amor, y como una Sherezade masculina, continué trasmutando mi emoción en frases, enviándote algunas como bengalas desde un faro hundido y apagando otras dentro de mí mismo. Quería evitar la partida de ese barco que nos amenazó con una ola de pena en cada una de nuestras despedidas. Al fin comprendí la inutilidad de mis palabras, tu tristeza había desbordado nuestro amor, esa zeta tristísima que yo no sé pronunciar había borrado el alfabeto secreto que nos habíamos inventando. Con la muerte de tu padre te quedabas sin corazón, y al mismo tiempo destrozabas el mío.

Nunca pude imaginar que esa voz delgada que oi la primera vez que hablamos por teléfono me iba a quitar el sueño de tantas noches. Llegué a tener la impresión que una impremeditada venganza tuya contra todo lo que te había herido en la vida, recaía sobre mi de golpe como un alud de nieve, me convertías sin quererlo en el angustiado protagonista de uno de tus relatos; aunque habíamos tomado todas las precauciones para no hacernos daño. ¡Por qué entonces se abrió ese barranco de dolor que te separó de mi lado cuando te quería tanto!

Anduvimos dos años de nuestras vidas pendientes el uno del otro, desde que nos conocimos en Riofrío, ese dia que llevabas el pelo suelto y hacía aire y me preguntaste entre los árboles si creía que era posible la felicidad. Sentí como si me hubieras roto una ventana del alma. En cambio la tarde que nos metimos azorados en un hotel de Santa Fe estuviste distante, sólo quisiste que habláramos, yo vestido sobre la cama, agobiado por mi ridícula claustrofobia inguinal y tú boca abajo dominando una playa de edredones, con ese arte tuyo de extender el agua hasta el borde mismo de mis acantilados. Pusiste la música que habías traído y te negaste a que me convirtiera en mar. Hablamos de ese don Juan castrado que fue Borges y de la repulsión que sentía Gide a mezclar el amor con el sexo en sus relaciones homosexuales, para no tener que hablar de nosotros. Unicamente mencionaste a Isabel, un nombre que se ha cruzado en tu destino varias veces, me dijiste. ¿Eran celos? ¿Actuabas así conmigo por despecho? ¿No podías imaginar que mi vida se había desarrollado hasta entonces con el único objetivo de llegar a ti?

Solo nos dimos un beso largo a la salida. Ese día no te pude comprender, me consumí en una tristeza superior a la alegría de haber conocido a esa niña soñadora que le gustaba volar y que me sobrecogía cuando exclamaba expresiones tan perversas como "¡un polvo se le echa a un pobre!", para restarle importancia al sexo.

Al día siguiente de la primera vez que hicimos el amor, la primera noche que te sentí como un pañuelo de seda, me escribiste que habías amanecido como una rosa. Yo estaba eufórico, pero lejos de ti, la fugacidad de nuestras citas nunca nos dio la oportunidad de comprobarlo mirándonos a los ojos, y de volvernos a amar con sosiego a la hora que se apagan las farolas. Después de estar contigo regresaba internándome en una oscuridad de doscientos cuarenta kilómetros de celos, de saber que esa noche y las siguientes amanecerías en una cama distinta a la mía. Más tarde me dirías que mi amor te lastimaba. ¡Qué dios mezquino nos iba a prohibir desearnos!

Sería terrible haber tenido dos concepciones distintas del amor. A mí me es imposible comprender que no venga pleno como una ola ávida de costa. El amor intangible me produce la misma angustia que los móviles de Calder, yo necesitaba vaciarme sobre la playa de tu alma para saber que existo y que te quiero. Tenía sólo mis manos, mis labios, para abarcar la cintura de tu espíritu, para bañarme en la fuente desnuda de tu cuerpo y no sé si lo hacía torpemente. Cuando nos separábamos, no podía dejar de pensar en ti, continuaba con el ansia de tu amor, nada me saciaba. Para ti mis despedidas eran ásperas, y probablemente lo que notabas era mi inquietud por no haber logrado expresarte plenamente mis sentimientos.

Tal vez un psicoanalista reduciría la causa a no haber recibido suficiente afecto en mi infancia, seguramente me abrazaron poco de niño: mi padre con su débil entereza de chico huérfano de entreguerras, mi madre tan liviana, dedicada por entero a él, con el que hablaba en francés por delicadeza sin que yo pudiera entenderla. Es probable, aunque sabes que no me fío de la psicología (ni de los psiquiatras), pero lo cierto es que tenía tanta necesidad de ti, de que me dejaras ahogarme en las calas ocultas de tu cuerpo, que cuando regresaba después de que se frustrara esa tarde de invierno que preparé, que preparamos, para pasarla junto al fuego en una cueva de Guadix, tuve la tentación de detenerme en un sórdido club de carretera para quemar mi amor sin ti, sin fuego, casi en solitario, y tal vez quedarme allí alimentando tu recuerdo durante toda la vida.

Luego estuvimos diez días sin escribirnos y cuando nos volvimos a ver en Gibralfaro en esa alta terraza con Málaga entera alrededor de tu cuello y un cielo pletórico de agua besándote en la boca, retiré la lluvia de tus párpados y a ti no te gustó que disimulara el sufrimiento pasado, "eso no es así" me dijiste como una niña negando con el dedo; en cambio esta vez sí lo reconozco, sin tus cartas siento como si me hubiesen descuartizado. Tengo la sensación de haberme quedado ciego y sordo, no te encuentro en las auroras fugaces que estallan en el cristal líquido de mi pantalla, no llega el magnetismo de tus mensajes a mi teléfono móvil, releo siempre el último: "Estoy enamorada", y siento un escalofrío.

Regresamos de un viaje maravilloso, en el que nos internamos por los senderos más secretos, pero terminaste haciéndome más daño del que tú supones, del que tú querías. Me lo diste todo y me lo has quitado todo cuando estaba aprendiendo a quererte de la única manera que se te puede amar a ti, profunda y desesperanzadamente. ¿Tan ingrato fui para que me condenaras a vivir solamente espiando "el paso leve de Christine" a través de las rendijas de internet?

En las últimas cartas que nos cruzamos me trataste de explicar la tristeza que estaba destruyendo tus sentimientos, como un terremoto de hielo, en lo más hondo. En ese momento no podía llegar a entenderte, sufría "la ceguera azul de los que vuelven de alta mar"(2). Posteriormente, con lo que me quedaba de corazón, releí mil veces lo que me decías, fue inútil, no creo que podamos añadir ya nada, allí estaba toda tu pena y todo mi amor.

Probablemente tengas razón. Tú y yo viajamos con todo encima y por eso somos tan complicados. En tus momentos difíciles yo no podía pretender protegerte de las estrellas más que la sábana con la que cubres tu cuerpo desnudo en las noches de verano. Tampoco podía quedarme callado como tú me pedías, ni permanecer como simples amigos. Para mí el amor es fascinación, sensualidad, deseo, exageración, locura, todo lo que tú me producías, en cambio la amistad exige únicamente afecto y fidelidad. A ti, con más razón que a nadie, después de haber sido la pasajera más querida de mi vida no puedo cambiarte de lugar. Aunque ahora, sin amarras, libre de tu amor, me sienta más que nunca prisionero.

Este será el primer barco de la historia que como una muralla de la Alhambra zarpe de tierra adentro. Tendrá que ir quebrando los campos hasta llegar al mar. Será una de sus travesías más difíciles, si no termina en un naufragio duro, entre roquedales y monte.

Mis palabras se quedarán en el puerto como tus libros en mis estanterías, con versos dulces soñando a la deriva, pero seguiré sintiendo tu presencia como cuando tu amor aún rozaba mi piel.

(Leopoldo de Trazegnies Granda)