miércoles, 25 de mayo de 2011 | By: Abril

Túnez, Principio y fin


Pasan los años y, dicen, que no pasan en balde. Para bien y para mal. No puedo estar más de acuerdo. Personalmente, una de las cosas que más me entristece de hacerme mayor, es la progresiva pérdida de la capacidad, antaño infinita, de sorpresa. Por eso, quizás, a medida que pasa el tiempo, es más difícil enamorarse de quién sea o de lo qué sea. Tiene una la inquietante sensación de haber visto, y escuchado, casi todo.

Pero no. Casi nunca llega el agua al cuello. Por fortuna, hay ocasiones en las que se hace posible recuperar la mirada del niño que fuimos , y somos, y confirmar que todavía queda un margen para el descubrimiento de lo hermoso. ¡Uff, menos mal! Siempre estamos a tiempo de recuperar ese explorador insaciable que guió nuestros pasos infantiles.

Y me ha sucedido.La vida ha vuelto a sorprenderme. Hace poco pisé, por primera vez, el desierto. Estuve en la parte del Sahara que le toca a Túnez. Me acerqué a su orilla con el prejuicio, y el velado desinterés, de quién ya lo ha visto mil veces en películas, documentales, anuncios de coches, fotografías de agencias de viaje con camello incluido…Recuerdo incluso una sesión interminable de diapositivas, organizada por unos amigos recién aterrizados de su luna de miel, con buenas -aunque plúmbeas- intenciones.

Es terrible descubrir hasta qué punto las imágenes contaminan nuestra curiosidad y, por empacho, consiguen anularla. Sin embargo hay lugares –al igual que libros, cuadros, composiciones, incluso personas- que tienen una presencia tan fuerte, que logran estar por encima de la vulgaridad y de la prostitución sistemática de sus virtudes.

El desierto, es un claro ejemplo de ello. Por eso no se puede contar –aunque yo de algún modo lo esté haciendo- ni fotografiar, ni encerrarlo en una botellita a modo de muestrario. Hay que verlo, tocarlo, olerlo. Y después, imaginarlo.

Exactamente igual que el amor.

El desierto es la nada. Y un todo capaz de confundir, y hasta borrar, la línea del horizonte. No cabe en los ojos, pero sí en la memoria. Es espejo de lo infinito, repetido hasta la exasperación. Es frío y calor. Es seco y húmedo. No está ni arriba ni abajo porque es un cielo de nubes de polvo, de arena que es, también, mar ondulado. Muerte y vida. Tierra y universo. Dunas sin raíces. Geografía imposible de señalar. Caminos concéntricos, sin norte, en los que perderse debe ser la única meta. Luna silenciosa y turbulenta. Tempestad de viento harinoso. Pista secreta hasta el centro de nuestro ser. Principio y fin.

Se me olvidaba: ¿y su color? El que le ponga nuestra mirada. Lente y lienzo de tus ojos. Y de los míos.

Hay que aprender a no creer nunca lo que nos cuentan. Sólo la experiencia vivida es real.

Es suficiente con hundir los pies en la arena.

(Ayanta Barilli)