viernes, 13 de febrero de 2009 | By: Abril

Un banco en el andén


Allí estaba, sentado en el banco, balanceando mis cortas piernas, sin poder llegar al suelo, y mirando los zapatitos de charol con el nudo marinero que al salir de casa me había hecho mi madre con tanto cariño. La raya en el pelo, el trajecito de alpaca con los pantalones cortos, y la corbata que me había regalado la abuela para la ocasión… y el corazón; mi pequeño corazón que parecía latir cada vez más deprisa.

Pocos minutos antes, esos zapatitos habían pisado por primera vez una estación, y mi sueño de tantas y tantas noches estaba a punto de cumplirse. Era un niño, allí agarrado a la mano de mi madre, pero en mi cabeza se sucedían grandes aventuras; las mismas que mi padre me contaba noche tras noche sentado a la cabecera de mi cama. Y así, el sueño me vencía al compás de las bielas del tren, mientras una sucesión de estaciones entrañables, Alora, Bobadilla, La Roda, pasaban ante mis ojos entrecerrados.

Y es que desde muy pequeño mi padre me había sabido inculcar su pasión por los trenes. El mismo llevaba trabajando en la estación 22 años, y ahora, por fin, hacía mi primer viaje. Sería toda una noche sintiendo, vibrando, disfrutando, y seguramente sin dormir, en el Costa del Sol, hasta llegar a la estación de Atocha, allá, en la lejana Madrid. Y mientras mi padre hablaba con sus compañeros en las taquillas, mi madre, siempre atenta a nosotros, no paraba de darnos atenciones, enseñándonos las máquinas; señalándonos el continuo tráfico de gente; tan pronto sacando un sandwich de nocilla de la cestita de viandas que había preparado como permitiéndome chupar del mismo tubo de leche condensada La Lechera, cosa inaudita por cierto, porque nunca me lo permitía.


Y allí, desde aquel banco, mi banco, yo absorbía cada información; miraba ávido al chico que vendía a gritos la primera edición del periódico del día con su gorrilla, su pantalón corto y sus calcetines blancos; o a la estanquera que ofrecía a todo el que se la cruzaba la clásica cajetilla de Goya; o al revisor con su sempiterna gorra roja dando entrada a los trenes a toques de silbatos, mientras la estación se llenaba del humo negro que salía por la chimenea procedente de las calderas de vapor. Y así, mientras todo mi ser se impregnaba de aquel olor a antiguo de la estación, mi mirada ansiosa se dirigía una y otra vez al gran reloj de la estación con cada sonido hueco y decidido que se producía al avanzar el minutero: clanc, clanc, clanc… hasta que al fin, pude oir al jefe de estación dar el aviso: “Señores Pasajeros, al trennn”… y rápido, como si el tren se fuera a ir sin mí, enfilé el andén principal, dejando a mis padres atrás, para poner mi pequeño pie en el primer escalón del vagón, y mirar atrás…Y aquí me encuentro, ahora, en la misma estación, en el mismo banco, mi banco; el que tantas y tantas veces me ha servido para descansar en cada uno de mis viajes, mientras esperaba la salida del tren, leyendo primero a Agatha Christie, a Stephen King y a tantos y tantos otros después… el mismo banco en el que casi 20 años después de aquella primera vez, tú me diste aquel primer beso que me hizo volar; aquel beso que me hizo comprender que tantas experiencias vividas; tantos sinsabores y tantas alegrías, sólo podían tener un resultado lógico: tu beso, El Beso. Y a través de tus labios, yo puse mi alma y me juré que mi corazón sería siempre tuyo.

Tantas veces, tantas, desde entonces nos hemos besado en el mismo sitio: unas, porque nos íbamos juntos; en otras porque tú o yo teníamos que salir, pero siempre, sabiendo que a la vuelta, en ese mismo sitio estaría el otro con la mirada tierna y el beso acogedor.

La megafonía de la estación llamando a la salida del próximo tren, me sacó de mis pensamientos. Han pasado casi 10 años desde aquel beso y ahora, por primera vez, me encuentro en el banco, mi banco, sólo, triste, confundido. Tú ya no estás; ya no tengo tus besos, ni tu mirada tierna, ni tus abrazos cariñosos. A mi alrededor sigue la gente yendo y viniendo, pero ya no está el chico de los periódicos, ni la estanquera, ni el revisor con el silbato, ni jefe de estación que avise a los pasajeros; ya no hay. Ya no se ve a través de la verja exterior ningún 600, ni ningún Tiburón, ni ningún R-4 aparcado fuera… ¿dónde está mi pasado? ¿dónde está mi vida? ¿dónde estás tú, mi amor? Ya no puedo mirar a esa joven pareja que se besa, porque me arde el corazón; ni a aquellos que caminan de la mano, porque me embarga la desesperación.

Voy a coger el tren una vez más, pero por primera vez lo cojo sin destino ni final; porque yo me marcho, pero tú te quedas atrás y contigo mis recuerdos de infancia teñidos de tristeza y amargura.

Siento que dos lágrimas de plata ruedan por mis mejillas, por ti, por mí, por lo que tuvimos, pero nadie puede verme… y lenta, cansinamente, mis pasos se dirigen al andén; mi pie se apoya en el escalón del vagón, y desde allí, no puedo evitar girar la cabeza, echar la vista atrás e imaginarte allí.

Con el lento vaivén del tren, allí, en el andén, se queda mi ilusión; se queda mi vida; se queda mi banco; se queda mi estación…

(Javier Gómez, De la Web: Sobre relatos)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Es muy bello tu blog... ojalá el mío tuviera un poquito de la magia del tuyo. Esta es la dirección si lo quieres ver http://juancarcamoromero.blogspot.com/
Te felicito
Juan

Anónimo dijo...

Preciosos blogs. Me encantan sobre todo El Hada de la LLuvia, Escrito bajo la lluvia, La chica del pelo rojo y éste.
Son todos fantásticos.

Anónimo dijo...

Maravillosos relatos en forma de cartas de amor. Un blog precioso.

Un saludo.