Te encontré. Sí, mi amor. Media vida buscándote y aquí estás: me miras, sonríes, haces un gesto para que me acerque, pareces feliz. Y yo, te miro, te sonrío, me pongo los vaqueros, la camiseta y ya te echo de menos, aunque todavía estemos juntos. Me voy, te digo. No, quédate un poco más, me dices. No puedo, de verdad, no puedo.
Cierro la puerta, llamo el ascensor y empiezo a pergeñar la mentira. Me miro al espejo. ¿Se nota? No. No se nota. Me pongo un poco de colonia y cacao en los labios. Tengo cuarenta años y tú treinta. Vivo con un hombre desde hace mucho pero te quiero sólo a ti. Se refleja mi imagen en el espejo y me doy cuenta de que me ha salido una mancha roja en la mejilla, es diminuta, como si se hubiera roto un capilar o algo así. Me estoy haciendo mayor, aunque tú digas lo contrario. Me tiño el pelo y están apareciendo esas arruguitas alrededor de los labios que detesto. Casi no se ven pero yo sé que están ahí. Y quizá se me llene la cara de manchas rojas, como ésta que acabo de descubrir. Te quiero sólo a ti. Mis días pasan a la espera de poder verte. Sólo pienso en qué excusas puedo inventarme para recortar el espacio necesario y escaparme, corriendo por las calles, subida a un taxi o a un autobús, para meterme, como una ladrona, en el cobijo de tu portal y esconderme en este ascensor acristalado, en el que estoy ahora.
Debería comprar una crema de esas carísimas que evite los surcos de los años en la piel. Yo no quiero ser una de esas señoras a las que el carmín se les escapa, como pequeños afluentes colorados, por las comisuras de los labios. Me miro en el espejo y entiendo que nuestro amor es imposible porque tú dejarás de quererme, aunque digas que no, aunque pretendas que la edad no tiene importancia. Quizás, llegará el día en que te avergüences de mí y me abandones por una joven tersa y suave. Ese día te habrás olvidado de tus promesas y yo, ya no sabré qué ofrecerte.
Cinco, cuatro, tres, dos , uno. Entra el sol, asimétrico, por los cristales rectangulares de esta urna. El espejo se tiñe de azul y lila. Nunca me he visto tan bien, a pesar de todo. Me recoloco el bolso y justo cuando voy a abrir, alguien, desde algún piso alto, llama el ascensor.
Qué faena, voy a llegar tarde, pienso. Uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis. Vuelvo a subir. Apareces al otro lado de la puerta. Sí, eres tú.
No te vayas, me dices. Me gusta mirarte de cerca, amor mío. Estás mucho más guapa. ¿Tú crees? Sí, yo creo. Nos besamos en el rellano de la escalera. Me río. Me quitas el abrigo empujándome hacia tu casa. Me tengo que ir, te digo. Te tienes que quedar, me dices, pero para siempre. Desde ahora mismo porque no hay nada imposible y porque así lo deseo
Respiro. Uno, dos, tres…No me queda más remedio que fiarme de ti. Y dejar de mirarme en los espejos. Este es sólo un camino de ida. A tu vera.
(Ayanta Barilli)