martes, 7 de abril de 2009 | By: Abril

Carta a mi madre


Querida mamá, te escribo esta carta ficticia en torpe compensación por tantas cartas verdaderas no escritas –ahora que lo pienso, no recuerdo haberte dirigido nunca una carta personal verdaderamente a ti, algo que fuera más allá de postales o misivas familiares, donde quedabas englobada como destinataria en un «queridos todos» o cosa parecida– y por tantas palabras nunca dichas o, aún peor quizá, mal dichas... malditas. Te la escribo ahora que aún estás, pero ya no estás, es decir, cuando todavía formas parte de mis preocupaciones pero yo ya no estoy en las tuyas, de las que tantas veces –¡ay!– fui protagonista. ¿Sigues teniendo hoy preocupaciones de algún tipo, pese al mal de Alzheimer, la arteriosclerosis o como quieran llamar la dolencia que te ha robado la mente los doctos que no pueden curarla? Supongo que sí, sean provocadas por el frío, el calor, el hambre o cualquier otra incomodidad, es decir, siempre relativas a la privación de los pocos goces meramente negativos que aún te quedan.
Nada tendrán que ver ya con el amor ni el cuidado por lo tuyos, que fueron ocupación central de tu vida, pero aún así serán «cuidados» personales de uno u otro tipo, porque mientras dura la vida podemos perderlo todo menos el apremio tibio y, sin embargo, inexorable de cuidarnos. Sólo la muerte nos descuida por completo al cogernos por descuido.
Cuando voy a verte a la residencia con alguno de mis hermanos, de vez en cuando, me sonríes al saludarte con un beso. Y creo que te brilla en los ojos una chispita de la antigua ironía, algo que podría ser un atisbo de reconocimiento.
¿No decían siempre que yo era tu preferido, el que más se parecía a ti en lo físico y también espiritualmente, en la mala leche polémica? Quizá al verme piensas hacerme alguna broma sobre lo viejo que estoy, sobre lo blanca que tengo la barba, sobre lo asustado que llego a esa antesala de la muerte que es el hogar de ancianos (Mors. O quam amara est memoria tua), sobre lo poquísimo que me parezco ya al niño cabezón y nervioso de enormes orejas despegadas al que tú mimabas. Piensas alguna pulla o algún consuelo para mí, pero luego se te olvida y sigues sin hablar. Habría tanto que decir que las palabras se han vuelto imposibles. Sólo de vez en cuando farfullas algo poco inteligible, cuando te enoja nuestra obsequiosidad o estás fastidiada por cualquier motivo que sólo tú conoces. Por lo menos aún te quedan ganas de protestar.
También le pasa a otras, como esa compañera de achaques sentada al fondo de la visitas que al oírnos hablar contigo repite una y otra vez en voz muy alta: «¿Y lo mío, lo mío, lo mío qué? ¿Y lo mío, lo mío?». Nadie le responde porque no hay respuesta.
Es un terrible lugar la residencia, aunque sea de lujo y estés muy bien atendida. No objetivamente terrible para quienes allí están, sino subjetivamente para el que viene de afuera y quizá también para ti misma, a ratos. Es el espanto de lo irremediable.
De allí jamás podremos salir, ni tú ni tampoco yo desde que fui a verte por primera vez. Sé de lo que hablo, porque estuve hace más de treinta años en la cárcel unos cuantos días y ya nunca me he librado de ella por completo. Ahora estoy seguro de que tampoco de esta residencia –ajardinada, cómoda, inexpugnable– volveré a irme del todo, hasta que quizá un día me instalen en un lugar semejante a esperar el final.
Mientras la otra señora insiste en su queja inútil, que es imposible no compartir –«¿y lo mío, lo mío, lo mío?»– porque ninguno sabemos a dónde se fue todo ni cómo se va yendo lo que nos queda, yo por hacer algo te doy una revista. Y entonces lees los titulares con voz clara y entonada, con la voz de siempre. ¡Qué fiero y cruel prodigio: se te ha olvidado hablar, pero aún sabes leer!
Ya sólo puedo oírte como antes cuando me lees en voz alta, como me leías hace medio siglo aquellos cuentos que yo me aprendía de memoria para después fingir leerlos a mi vez en el libro infantil antes de haber aprendido siquiera las primeras letras, asombrando a algunas visitas crédulas.
Tu voz precisa y entonada de lectora, la que yo más he amado, es la última que se resiste aún a abandonarte. Ninguna madre tiene derecho a quejarse de que sus hijos nunca lean o lean a regañadientes si ella no ha sido capaz de leerles de vez en cuando como tú me leías a mí... incluso mucho después de que supiese ya leer perfectamente, sólo por darme gusto. No hay cosa que más deteste ahora que verme obligado a soportar una lectura de poemas o un capítulo de novela balbuceado con narcisismo incompetente por su autor o una conferencia leída (que frente a una
espontáneamente recitada es algo así como alimentarse con guisos enlatados en lugar de tomar alimentos frescos): pero si tú aún pudieras leer para mí cuentos de hadas o historias de animales que hablan, me acostaría a escucharte como cuando tenía fiebre. Para siempre.
No fuiste una intelectual –te recuerdo defectos, pero no pedanterías, y así quisiera que me recordasen a mí–, aunque en cambio te gustó siempre muchísimo leer. Te gustaba leer y, por tanto, leías por gusto. No te imagino leyendo algo ilustre pero aburrido y a mí me sedujiste a la lectura sin proponerme jamás un programa cultural. Para convencerme de que leer es algo maravilloso e imprescindible me bastó ver el entusiasmo con que comprabas la reciente novela de Agatha Christie aparecida en editorial Molino. Si te hubiera oído citar a Dante o a Proust seguramente me hubiese dedicado al fútbol. Según un ritual pueril que no sé si aún se practica, cada diente que se me caía debía ponerlo debajo de la almohada para que un misterioso ratón me trajese un regalo. Siempre fueron libros y así obtuve por primera vez El candor del padre Brown de Chesterton y La montaña de luz de Salgari, entre tantos otros como dientes de leche cambié por colmillos más adultos. ¿Cómo podrían agradecerse suficientemente tales regalos? Determinaron mi vida entera, mis aficiones: me hiciste el alma. También me condenaste, desde luego, a seguir buscando sin cesar volumen tras volumen– la reconquista de aquella felicidad primera. Nunca te equivocabas en lo que iba a gustarme ni nunca dudé de tu criterio. Cuando mostraba interés por algunas de las novelas de Plaza que tú leías con fruición, como Vicki Baum, Pearl S. Buck o Cecil Roberts, te limitabas a decirme: «Éste no es para ti». ¡Cuánta razón tenías! Aún hoy siguen sin serlo. En cambio me pasabas después de haberlas leído otras como El ataúd griego, de John Dickson Carr (quizá fuese de Ellery Queen, lo único que recuerdo bien es que el intrigante féretro había dos cadáveres en lugar de uno) o alguna de S.S. van Dine, el alimento imaginario que yo precisamente necesitaba. Con el tiempo he ido ampliando al ámbito de mis lecturas y creo haber hecho algunos descubrimientos esenciales en ese campo por mí mismo, pero los primeros libros que tú elegiste para mí componen el disco duro de mí alma literaria y no han dejado de gustarme «nunca».
Sólo una vez me diste un terrible disgusto literario, pero fruto no de un error sino de tu mayor acierto. Muchos de aquellos obsequios preciosos, como los libros de Chesterton, Los cuentos de las colinas de Kipling o las Novelas de pavor y misterio de Stevenson (que incluían a Jekyll y Hyde junto ala espeluznante historia de Juana la Cuellituerta), me llegaban a las primorosas ediciones de la colección de Crisol de Aguilar, mi preferida entre todas, encuadernadas en piel de diferentes colores según los géneros y con hojas de papel biblia impresa en la letra diminuta. Por entonces comencé a tener problemas de visión y se descubrió que tenía un ojo con mucha mayor miopía que el otro, casi atrofiado a fuerza de no utilizarlo. Hube de ponerme gafas y comenzaste a vigilar para que no leyera con poca luz o un tipo de letra que me obligaba a forzar demasiado la vista. Y fue precisamente entonces cuando me hablaste de Sherlock Holmes y encontré en nuestra pequeña librería Paternina de la calle Fuenterrabía, frente a casa, el primer volumen de las obras completas de sir Arthur Conan Doyle, en la colección Joya de Aguilar, hermana mayor de Crisol, pero con el mismo papel finísimo y la misma letra microscópica. Empecé Estudio en escarlata y supe desde el primer momento que me adentraba en un paraíso donde serían comestibles no sólo las manzanas prohibidas, sino hasta serpientes tentadoras.
Pero entonces, al verme aferrado al volumen congestionado de más de mil páginas y renglones minúsculos, te entró un escrúpulo oftalmológico y me dijiste que debía devolver el libro: ya me buscarías una edición más legible de las andanzas del gran detective. ¡Renunciar a Sherlock Holmes ahora que lo tenía todo junto en la mano! ¡Ser declarado inútil total para Baker Street –donde ya había decidido vivir hasta el fin de los tiempos– por culpa de mi mala vista, que luego me sirvió ni siquiera para evitar la mili! Monté tan dramática zapatiesta que volví a recuperar el amado volumen –sólo estuvo fuera de mi tutela unas cuantas horas– y hasta conseguí que me compraras sucesivas y espaciadamente los otros cuatro que formaban las obras completas de sir Arthur. El afán que no admite demoras no cortapisas por un libro, eso es algo que tú podías entender. Y yo soy tu hijo ante todo porque fuiste capaz de comprender eso y sólo por haber salido de tu vientre.
También eras capaz de discutir, artera e incansablemente. Nunca he tenido mejor adversario polémico que tú, es decir, nunca lo he tenido «peor». Después de haber cruzado armas verbales contigo durante años, todas las batallas dialécticas me parecen sosas. Tenías la honradez básica de aceptar de inmediato el núcleo de lo que se debatía en cada caso, para luego desplegar todas las artimañas imaginables capaces de debilitar la posición contraria. Percibías infaliblemente la más pequeña grieta en la armadura del adversario y arremetías sin contemplaciones. En especial fuiste siempre magistral en el manejo de la ironía demoledora y en el subrayado de ese aspecto ridículo o enclenque poner a la luz.
Me temo que también en esta peligrosa habilidad he sido un discípulo tuyo incluso demasiado aventajado...
Nuestros torneos tenían lugar por las mañanas, en el cuarto de baño, mientras tú completabas tu aseo personal. Yo me sentaba en la tapa del retrete mientras ibas y venías ritualmente entre esponjas, polvos y lociones. La cuestión en litigio era lo de menos, aunque solía pertenecer al campo de la teología y –un poco más tarde– al de la política. Como toda polemista de raza, preferías los temas infinitos, imposibles de resolver. Aceptabas y hasta propiciabas de un grado las digresiones, pero no tolerabas las inconsecuencias. Todavía hoy, cuando discuto con algún incauto y le cuelo de rondón cualquier argumento con mera apariencia de solidez, suelo pensar: «Éste mi madre no me lo hubiera dejado pasar». Me adiestraste insuperablemente para refutar, aunque quizá tanto a ti como a mí nos ha faltado siempre humilde disponibilidad para aceptar ser refutados.
Otras dos cosas más aprendí de ti o merced a ti. Con todo lo que tenías de crítica y discutidora en cuestiones de opinión, siempre fuiste fácil de conformar en los asuntos prácticos. Ante el plato dudoso de comida, ante la habitación mediocre del hotel o la butaca con mala visibilidad en el teatro, procurabas siempre conformarte (¡y conformarnos!) celebrando con entusiasmo contagioso las excelencias imaginarias de lo que nos la tenía reales. Nunca te interesó lo suntuoso ni lo refinado, ese énfasis ridículo en lo accesorio que desde entonces para mí siempre ha despertado las sospechas de estrechez de alma. Soporto el buen gusto, pero no las ínfulas de quienes creen tenerlo. Preferiste lo confortable a lo exquisito, lo cordial a lo sublime, lo habitual a lo insólito y sobre todo a lo que hay (y de momento basta) al nuevo instrumento básico que recomiendan los creadores de falsas necesidades. Pese a pertenecer a una familia acomodada y a vivir estupendamente, nunca tuve sensación en mi infancia o adolescencia de que el derroche superfluo fue cosa recomendable, ni siquiera decente.
Resultaba lógico comprarse un libro interesante aunque fuese caro, porque los libros importan,pero era absurdo gastarse más de lo debido en una camisa, si las hay buenas y baratas, o beber Veuve Clicot en Navidad cuando el cava rosado del Ampurdán está también riquísimo y lo que más importa es la buena compañía. A fin de cuentas, casi nada es «insoportablemente» malo para quien contempla las cosas con ojos de coraje y alegría. Un personaje de Shakespeare (en King Lear, si la memoria no me falla otra vez) dice: «Aún no esta ocurriendo lo peor cuando uno puede decir: esto es lo peor». Así pensabas y así pienso yo también y de aquí debería partir todo verdadero inconformismo no melindroso. Quiero pensar que incluso si hubieras podido verte hoy plácidamente demente en la residencia de la muerte no hubieras cambiado de criterio. En cuanto a lo que me concierne o, mejor concernirá, también lo afirmo. Mientras dure la vida y el dolor resulte soportable, no hay que dar por perdida la aventura.
Durante años te vi sacrificarte y también rebelarte contra la necesidad de sacrificio: otra importante lección para mí. Te casaste aún joven con un hombre mucho más viejo que tú, hermano mayor del novio casi adolescente que te asesinaron en la guerra civil. Se trataba de además de un enfermo crónico –aunque lleno de buen humor y capacidad de trabajo– al que debías cuidar mucho para que llegara a ver crecer a sus hijos. Y los hijos fueron nada más ni nada menos que cuatro.
Añadamos a esta nómina de responsabilidades tu extremadamente anciana suegra y tus propios padres, pues todos acabaron viviendo y muriendo contigo, bajo tu tutela. No hay juventud que resista tantas obligaciones, tantas renuncias de viajes y diversiones que pudieran apartarte demasiado tiempo de la trinchera donde debías combatir contra todas esas alarmas diferentes. Y, sin embargo, nunca llegué entonces a verte marchita, siempre me pareció que conservabas una animosa y hasta agresiva lozanía. Se notaba, sin embargo, que eras consciente de cada una de tus renuncias y por supuesto que no te gustaba renunciar.
Creo que viviste la mayor parte de tu vida atrapada en tu deber y, sobre todo, prisionera de una concepción de la mujer que convierte demasiadas necesidades hospitalarias en tristes virtudes femeninas.
Cumpliste escrupulosamente hasta el final, pero se te escapaban con frecuencia no tanto gritos de protesta como miradas y suspiros de rebelión. Yo te explotaba como los demás –¡más quizá que lo demás!–, pero a la vez vigilada y comprendía tu ocasionalmente descontento. Incluso, tu inconsciente rencor contra lo inevitable, que barnizabas con la desmejorada purpurina de la resignación cristiana.
Mis ojos paganos leyeron tu ejemplo al revés, seguramente porque soy mucho peor que tú: decidí enseguida no sacrificarme jamás o por lo menos no confundir la excelencia con la renuncia, demasiadas veces inevitable para no incurrir en mera inhumanidad. En efecto, lo inhumano debe ser evitado aunque a veces nos cueste mucho, pero la gloria de lo humano reside en un lugar muy diferente, bajo el sol de lo jubilosamente apetecible que sólo condesciende a regañadientes y en dosis mínimas a lo irremediable. Así, pobre querida mía, con egoísmo triunfal, y reivindicativo, fui terriblemente feliz a costa tuya.
En su hoy injustamente preterido librito El arte de amar, Erich Fromm comenta –al hablar del amor materno– la metáfora bíblica de la tierra que mana «leche y miel». Y dice: «La leche es el símbolo del primer aspecto del amor, el de cuidado y afirmación. La miel simboliza la dulzura de la vida, el amor por ella y la felicidad de estar vivo». La buena madre, como la mejor tierra prometida, es la que no sólo da leche a sus hijos, sino también miel. La que les contagia su amor a la vida y no sólo les protege o asegura su subsistencia. Concluye Fromm: «Es posible distinguir, entre los niños– y losadultos– los que sólo recibieron leche y los que recibieron leche y miel». Yo recibí leche y miel antes, ay, de abandonar la tierra prometida. Cuando me relamo, madre, aún siento bañados en indeleble dulzura los labios que alimentaste.
Creías en mí, en la fuerza que había en mí. Mejor dicho, en mí llegó a haber cierta fuerza porque tú me convenciste de que creías en ella. Te enfrentabas con mis rebeliones, incluso rabiosamente a veces, pero nunca me desalentabas. Recibí aliento hasta de tus menos razonables intransigencias. De modo que te debo radicalmente mi alegría, ese secreto trágico que suelen envidiarme. Porque nadie, ni la muerte futura y ya presente, puede debilitar la alegría de quien se ha sabido de veras amado –no mimado, no adulado– por su madre, de quien ha notado crecer su propia inteligencia en inteligencia con ella. Cuando las cosas han comenzado tan estupendamente nada sabrá nunca ya ir mal del todo. Aún sigo rodando, gozando y combatiendo gracias al empellón fabuloso con que me proyectaste a un mundo trasgresor en cuyos vicios mayores sólo pudiste participar a través de las novelas. A veces quiero creer que te he vengado, de algún modo. Pero ya da igual, porque la fricción inmisericorde del tiempo y la realidad van frenando poco a poco la inercia confiada, generosa, arrolladora, que supiste darme. Ahora llego estremecido a esta residencia y te veo muda, liberada de todos los cuidados que te abrumaron, pero esclavizada del todo, indescifrable. Y siento un último instinto de predador, un afán de rapiña desesperada: sentarme a tu lado, cogerte las manos frías y reclamarte injustamente al oído «mamá, ¿y lo mío, lo mío, lo mío?».

(Fernando Savater)

1 comentarios:

Clarines dijo...

Precioso. Un blog lleno de ternura y nostalgia.