Estoy más distraída que nunca y lo pierdo todo. Tengo una nube de sombrero y esta ola de tristeza, en su vaivén, me oprime el corazón.
Cuando pienso en ti, vienen a mi mente dos cosa: el océano y unos versos de Neruda que rezan: …así cada mañana de mi vida…traigo del sueño otro sueño… El océano por tu condición de emigrante y la rima porque resume todo tu batallero e indomable espíritu.
No sé como pudo entrar tu colosal humanidad, en ese pequeño ataúd orlado de guirnaldas doradas. Tu rostro parecía el mismo de siempre, pero a mis ojos no escapaban las marcas de tu paso por esta Patria de corazón grande que te recibió.
Tu piel curtida, aparecía cubierta de minúsculas escamas como fragmentos de herrumbre; las hendiduras de tu carne, delataban todas tus edades: la de los sacrificios, la de bonanza, la de tu decadencia física y emocional. Ahí estaba tu cuerpo inerme y tu corazón sin recuerdos. Hace varios meses ya, la depresión se había apoderado de ti. Apenas abrías los ojos, una vez ambarinos, para mirar el vacío y después, el letargo te engullía nuevamente. Miro la flor que me traje de la capilla; ya pasaron tres semanas y aún esta viva. Me remonto a los recuerdos y a las anécdotas que solías contarme cuando te estabas recuperando de la caída. Mamá todavía no tenía la mente nimbada por el Alzheimer y se unía a nosotros.
Se casaron un 30 de diciembre y después de la ceremonia cada quien regresó a su respectiva casa, de hecho no consumaron el matrimonio ya que, la semana siguiente zarparías para Venezuela y a la familia le preocupaba un embarazo en tu ausencia. El esperado día llegó y en la estación de trenes te sentaste en un banco a esperar la locomotora que te llevaría a Nápoles, al lado de una campesina con una gran bolsa de la que asomaba la cresta de un gallo. La espera adormeció a la mujer y el asustado animal voló sobre tu raído abrigo dejando una estela de excrementos. Lo tomaste como una señal de buena suerte, le devolviste la bestia a su dueña y lavaste la mancha con nieve fresca. ¡Siempre fuiste supersticioso!
Tu maleta era de cartón y estaba asegurada con un cordel. En el puerto tenías los nudillos blancos de tanto estrechar el asa, por temor a los pillos de Nápoles. Pero, la anécdota que me arrancó una carcajada, fue la de la sirena del trasatlántico; al zarpar, el tronador silbido te tomó desprevenido haciéndote perder el equilibrio. Un pasajero cercano te sostuvo; más tarde descubrirías que era un compañero de camarote.
El viaje no te desagradó. Las mañanas las pasabas en cubierta; el viento, el olor a salitre y a rémora adherida al casco, borraban el hedor de los camarotes atestados. Las tardes transcurrían entre naipes y volutas de tabaco y si corrías con suerte, un trago de vino. De vez en cuando alguien sacaba una botella que atesoraba en su maleta: la esencia misma de sus terruños amados. Para esa gente sólo resplandecían las estrellas de la Patria recién abandonada y florecían las flores de la esperanza. ¡Y tu viejo, eras uno de ellos! Por las noches, un acordeón dejaba escapar su lamento y muchos lloraban quedamente, con el corazón henchido de nostalgia.
¡Pasaste aquí, en América, casi 64 años! El trópico lo embruja a uno; no es fácil encontrar en otros países estos verdes intensísimos, esta luz que se multiplica en miríadas de espejos con el viento y con el sol. Esta fue tu Tierra de Gracia; aquí construiste el rincón de tu alma con el que amaste, sentiste, viviste.
Te gustaba pescar. Solíamos ir al Rey del Pescado Frito; en el risco más alto, acomodabas tu caña y echabas la carnada. Al rato, mi piel se encendía y bajaba a refugiarme en la taguara que fungía de restaurante. Cuando aparecías exclamabas: ¡Mala pesca, no hay cena! Luego con una sonrisa cómplice preguntabas: ¿Quieres comer pescado frito con tostones? Ya entrado el crepúsculo, regresábamos a Caracas con la piel ardida y la cava vacía.
Nos gustaba el cine. Frecuentábamos un autocine cercano porque no te gustaban los espacios cerrados. Vimos películas que hoy son un mito: Bella de noche y Los girasoles de Rusia entre otras. Sin embargo, la que me impresionó, fue la de un colosal simio que llenó la pantalla de ferocidad. Esa noche te tocó trasladar mi cama al cuarto que compartías con mamá porque yo no podía conciliar el sueño sino aferrada a tu mano.
La mente me pide una tregua, pero no quiero cerrar esta carta con un simple adiós, prefiero despedirme de ti, a la luz violácea de la aurora, con tan sólo un Hasta pronto papa…
Anna
(Anna María Pecorelli)
1 comentarios:
Preciosa carta!
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