Esto, que a continuación leerás, no es un reproche. Ignóralo, siéntelo, u olvídalo. Haz con ello lo que quieras, porque sólo tiene un dueño.
Mañana, once de Mayo, a las ocho de la mañana, el reloj en mi muñeca izquierda, marcará trescientas horas de tu ausencia. Trescientas horas que pesan como trescientas losas, pero tan sólo cubren, una quinta parte de las mil cuatrocientas ochenta y ocho que me regalaste con tu presencia.
Por eso, mañana, once de mayo, a las ocho de la mañana, pararé el reloj de mi muñeca izquierda; no le permitiré que siga contando las horas sin ti, y lo cambiaré por otro que cronometre únicamente las mías. Contará las horas en las que pueda sentirme sola y vacía, las horas de sonrisas y las de caricias nuevas, contará las horas de sueño que no volverán a tener segunda parte. Serán horas de las que me sentiré orgullosa, pues desde las que viví contigo he aprendido a quererme más, como tú me querías y a verme mejor, como tú me veías.
He de pasar esta página, sé que lo entiendes, pero desde que soltaste mis manos, a duras penas salen de ellas, palabras que no te llamen.
Hace casi un año empecé a escribir en este cuarto donde me siento cómoda, y colgué en sus paredes posters con tu imagen. Me inspirabas y, rozando con las yemas el papel satinado, fantaseaba como una adolescente en compartir tiempo contigo. Lo hice, y la realidad superó todos mis espejismos.
Lo sé... ¿Qué mas podía desear ya? Cualquier cosa hubiera sido desmedida.
Sólo quiero decirte, mi niño, que todo este tiempo, aunque intenso, me ha sabido a poco. Que no olvido tus promesas, ni las mías. Que la banda sonora de un pretérito perfecto no sonará durante algún tiempo (no soy tan fuerte) , pero han sido unos días maravillosos los que he vivido contigo.
Guardaré el reloj, junto a sus horas, sobre un pañuelo aún húmedo. Rellenaré los espacios huecos con papeles impresos de bromas nuestras, de risas tontas, y “tequieros” sin término, y envolveré el petate con las imágenes que decoraban esta estancia. Ahora solo mía. Pero aunque el hombre tenga los pies de barro, no dejaré de adorar al héroe.
Hemos de repartir los gananciales. El más sórdido momento en toda relación que acaba: Tenemos una casa construida entre los dos. ¿Quieres la mitad de los ladrillos? ¿La demolemos juntos? El orgullo me pide que te la entregue entera, fingiendo que no me importa; pero me he propuesto amordazar, hoy, a mi parte mezquina, y te ruego que, sabiendo lo mucho que para mí significa, la incluyas a mi nombre en tu testamento cuando desees que te dé por muerto. Yo la visitaré de vez en cuando y tal vez, algún día, vuelva a ella y la alegre con una maceta. Dejaré abiertas las ventanas, por si tu espectro decide hacerse corpóreo y registrar los cajones o dejar una nota bajo mi almohada.
Aún me queda mucho por saber de mí, solo sé que me dueles. Pero no por qué, ni dónde.
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