miércoles, 10 de septiembre de 2008 | By: Abril

Carta a mi madre



Querida mamá:

Nunca he hablado de ti. Ni de nuestras diferencias. Porque hablar de ti es hablar de mi historia desde dentro. Hablar de mis comienzos y hablar de nuestros continuos desencuentros. Dos personalidades opuestas unidas por lazos de sangre. Pero hablar de ti en ese sentido ya no tiene razón de ser. Ahora no, ya no. Decir que nunca me he llevado bien con mi madre y los motivos ya no tiene sentido alguno. Tu sobreprotección y su desapego. Tus críticas feroces y tus comentarios soeces, tocando allí donde el dolor no tiene cura… Ya no eres una rival de talla como lo fuiste en otra época. Cuando cualquier discrepancia era el comienzo de una nueva batalla que siempre acababa con la guerra psicológica del echarnos en cara decepciones antiguas. En cada discusión salían a relucir las mismas llagas de siempre. Heridas que nunca han cerrado a pesar del paso de los años. Pero esas rencillas tenían una fecha de caducidad que yo desconocía. Desde hace meses vengo notando lo que empezó como pequeños despistes que cada vez se han venido haciendo más frecuentes y más evidentes. Ya no puedes, ya no puedo, atribuir tus errores a la casualidad o a la falta de atención. A veces te descubro llorando a solas cuando intentas poner un disco y no recuerdas qué teclas has pulsado desde hace años. Tus cambios de carácter. Tu verborrea sin sentido. Tus preguntas reiteradas. Tu echar mano continuamente de la caja de Motivan. Mi miedo a verte en este estado... Tu memoria de pez. Tus lágrimas de cocodrilo. Tu tristeza efímera, tu sonrisa insulsa… Tu pelo escaso y marchito, que fue suave y azabache en otro tiempo… ¿quién eres tú y qué has hecho con mi madre?

A veces creo que todo es una pesadilla. Me imagino que cualquier día te vas a despojar de tu piel de casi setenta años y va a salir la mujer que recuerdo de mi infancia, esa mujer que reconozco sólo en tus ojos y que vive en algún lugar detrás de la mujer que veo. A veces recuperas la cordura, a modo de Don Quijote en su lecho de muerte, pero es tan sólo una ilusión pasajera porque de nuevo empiezas a luchar contra molinos de viento que sólo tú puedes ver… Yo te digo que son gigantes y te juro que yo también los veo, para que no te encuentres sola en tu propia batalla contra el olvido, esa inmensa “nada” que diluye tus recuerdos como si de un puñado de arena en las manos se tratara… Se te escapan los pasajes de tu vida por las costuras de la memoria y yo, trato de ser notario fiel para contarte mil una veces las historias que tú me contabas de niña. Trato de recordar con todo lujo de detalles como eras tú y mi abuela, como me contabas que era tu colegio y tus amigas de la infancia, tus primeros amores, tu adolescencia, cómo llegamos a la casa donde hemos vivido casi treinta años… Todos los días repasas tu álbum de boda y te sorprendes de las misma fotos en blanco y negro, como si fuese la primera vez que las ves. Y mientras tú disfrutas de las fotos, como de un nuevo regalo de la vida, contemplo a mi padre, en su mundo de silencios como un león cansado y herido, que no piensa abandonar al amor de su vida aunque llegue un día en que ya no lo recuerde…

(La Dama)