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Quizás te diga un día
aunque siga queriéndote más allá de la muerte;
y acaso no comprendas, en esa despedida,
que, aunque el amor nos une,
nos separa la vida.
Quizás te diga un día que se me fue el amor,
y cerraré los ojos para amarte mejor,
porque el amor nos ciega, pero, vivos o muertos,
nuestros ojos cerrados ven más que estando abiertos.
Quizás te diga un día que dejé de quererte,
aunque siga queriéndote más allá de la muerte;
y acaso no comprendas, en esa despedida,
que nos quedamos juntos para toda la vida.
(José Ángel Buesa)
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Cartas al Pasado
Carta Urgente
Para no decirlas
Hay cosas que escribo en canciones
Para repetirlas
Hay cosas que estan en mi alma
Y quedaran contigo cuando me haya ido...
En todas acabo diciendo cuanto te he querido...
Hay cosas que escribo en la cama
Hay cosas que escribo en el aire
Hay cosas que siento tan mias....
Que no son de nadie
Hay cosas que escribo contigo
Hay cosas que sin ti no valen
Hay cosas y cosas...
Que acaban llegando tan tarde..
Hay cosas que se lleva el tiempo
Sabe Dios a donde
Hay cosas que siguen ancladas
Cuando el tiempo corre
Hay cosas que estan en m i alma
Y quedaran conmigo cuando me haya ido...
Y en todas acabo sabiendo cuanto me has querido...
Hay cosas que escribo en la cama...
Hay cartas urgentes que llegan cuando ya no hay nadie...
(Rosana Arbelo)
Una carta de amor
no es un naipe de amor
una carta de amor tampoco es una carta
pastoral o crédito / de pago o fletamento
en cambio se asemeja a una carta de amparo
ya que si la alegría o la tristeza
se animan a escribir una carta de amor
es porque en las entrañas de la noche
se abren la euforia o la congoja
las cenizas se olvidan de su hoguera
o la culpa se asila en su pasado
una carta de amor
es por lo general un pobre afluente
de un río caudaloso
y nunca está a la altura del paisaje
ni de los ojos que miraron verdes
ni de los labios dulces
que besaron temblando o no besaron
ni del cielo que a veces se desploma
en trombas en escarnio o en granizo
una carta de amor puede enviarse
desde un altozano o desde una mazmorra
desde la exaltación o desde el duelo
pero no hay caso / siempre
será tan sólo un calco
una copia frugal del sentimiento
una carta de amor no es el amor
sino un informe de la ausencia.
(Mario Benedetti)
Carta
El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio.
Oigo un latido de cartas
navegando hacia su centro.
Donde voy, con las mujeres
y con los hombres
me encuentro,
malheridos por la ausencia,
desgastados por el tiempo.
Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura,
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo a deseo.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
En un rincón enmudecen
cartas viejas, sobres viejos,
con el color de la edad
sobre la escritura puesto.
Allí perecen las cartas
llenas de estremecimientos.
Allí agoniza la tinta
y desfallecen los pliegos,
y el papel se agujerea
como un breve cementerio
de las pasiones de antes,
de los amores de luego.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.
Cuando te voy a escribir
se emocionan los tinteros:
los negros tinteros fríos
se ponen rojos y trémulos,
y un claro calor humano
sube desde el fondo negro.
Cuando te voy a escribir,
te van a escribir mis huesos:
te escribo con la imborrable
tinta de mi sentimiento.
Allá va mi carta cálida,
paloma forjada al fuego,
con las dos alas plegadas
y la dirección en medio.
Ave que sólo persigue,
para nido y aire y cielo,
carne, manos, ojos tuyos,
y el espacio de tu aliento.
Y te quedarás desnuda
dentro de tus sentimientos,
sin ropa, para sentirla
del todo contra tu pecho.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
que yo te escribiré.
Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.
Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.
Se buscan cartas de amor...
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Peces en mi Red
Rastros de Pintura
¿Te has fijado alguna vez en las paredes? ¿Las has tocado con los ojos cerrados, un instante, y sentido los surcos desnudos de la pintura blanca que se extiende por las habitaciones? Dicen que las paredes están muertas, Ana. Dicen continuamente que las paredes -ya llevo dos meses aquí- mejor en ocre; las paredes no tienen que notarse. Y no es verdad, ¿entiendes?, eso no es cierto. El blanco siempre ha servido.El color blanco es la tierra de todos los mensajes. Sabes que me gustaba el blanco de la nieve en las películas. Todo lleno de nieve. Me encantaba ver ese rastro de sangre que va dejando un hombre herido en la pierna, con barba y pasado, que busca como un dios hambriento a su hija (Clara, o Anabella, o Susan). Hombres oscuros, en un castillo, muy lejos de allí, piden un rescate por ella. Padre e hija vuelven a casa, una noche, dejando pisadas blancas enormes en el sendero, hay más sangre. Blanco de una sábana erizada de luz, la siesta, y nosotros cuando vivíamos juntos. El blanco de los ojos de los mastines (¿cómo está Nubia? ¿ya come bien?) Las paredes de este piso son blancas. Todavía no me había fijado en ellas cuando llegué aquí, Ana, pero sí -a los pocos días- en la escritura del mundo, esa carretera de óxido donde se acumulan los mensajes. El mundo está lleno de mensajes. No mucha gente lo sabe o quiere recordarlo. Imagínatelo: en este momento hay cientos de dedos derrotados garabateando una servilleta que luego irá a un bolsillo, eso es; docenas de vestuarios de instituto siendo allanados por la escritura de un muchacho gordo lleno de poesía ("las tetas de Silvia Manfredi, un mundo"). Una niña, en otro país, escribe su nombre en la arena y después lo borra. Cuando muramos, el mundo seguirá lleno de mensajes. Eso es todo. No sé por qué, desde que te echo de menos, pienso en los mensajes que deja la gente en las cosas, sus corazones derruidos, cómo hay que mirar los rincones de los autobuses para descubrir bibliotecas de humanidad. Al mudarme aquí, después de que lo dejáramos (ese cambio de aires que me exigiste), no me iba a ninguna cafetería a permitir que la tarde devorara todo, conmigo dentro, al fondo. No entraba en los cines a respirar el dolor de los detectives entre el humo, diciéndole a una mujer alta que era demasiado tarde para el amor, para vivir, para ellos. Lo que hacía era acudir a unos baños públicos de cierta plaza, echar una moneda y arrojarme a esa oscuridad. ¿Y sabes lo que venía entonces? Pues que me fijaba en los mensajes, y pensaba en ti; me he quedado horas mirando al techo de ese baño, el rincón junto a la taza. Fíjate, a veces los mensajes varían, se transforman, como una especie carnívora que sólo unos pocos hayan descubierto: "Te quiero, Jorge Chavarri" "Vi cómo salías de este baño el día quince, no he podido olvidarte" "Voy a morir en dos días. Ayúdame, llama a este teléfono de lunes a viernes. Podríamos llegar a querernos". Una semana después de estudiar la caligrafía de ese urinario público me dieron trabajo en la tienda de tatuajes, y decidí empezar a llenar de palabras las paredes de este apartamento. Me encontré, una tarde, saliendo de una tienda con un bote de pintura rojo en la mano, alcanzando la escalera derrotada del edificio y después buscando un rincón de la casa. El primer mensaje lo escribí al lado de un cuadro que tengo en la entrada (los cuadros insultantes llenos de jarrones y flores chillonas estaban aquí cuando llegué, no es culpa mía). Me quedé mirando esa palabra diminuta, te juro que asustado. Por eso, si pulsaste la tecla de escuchar mensaje en el contestador, pudiste oír una respiración abrupta, creo que un bote de pintura que se vuelca, y cómo maldigo y continúo pintando. Escribí tu nombre. Los días eran una especie de madriguera con humo. A veces el sol salía y llenaba de luz este edificio lleno de ternura y olor a pescado cocido, todavía pasa. Era el final del primer mes. En la tienda de tatuajes empecé a fijarme en la espalda desnuda de la gente, es un gesto que todavía no evito. Mirar la superficie pálida, la curva de la espina dorsal (como una vía de tren en una estepa), esos lunares que manchaban el conjunto. Escucha, Ana: las espaldas, las paredes, no se pueden dejar de mirar nunca. Esa gente me pedía árboles negros, algunas letras góticas de las que cayera una gota de sangre, un escudo terrible, bajo los omóplatos, de algún equipo de fútbol. Y no sé por qué les decía: "¿No prefiere tatuarse un nombre? ¿De verdad no tiene a alguien a quien quiera recordar siempre? Hágame caso". A veces me miraban, furiosos, y pedían cambiar de tatuador. Era como si alguien hubiera abierto su caja llena de vísceras y palpara el dolor que guardaban, muy dentro, con reparo. Tú a lo mejor creerías que estoy loco si no me conocieras bien. Pero no estoy loco, no más que cuando te quería. Han venido más noches y más letras en las paredes, no podía evitar escribir (algún bolero, un mensaje inacabado, tu nombre en mayúsculas). Hace poco, vino un hombre a repintar. Era un tipo calvo, con labios de pez, y le imaginé devorando ratones los domingos en la oscuridad de un cuarto. "¿Le dejaron esto escrito cuando se mudó aquí?", me preguntó. "Es obra de un imbécil". Le odié, es verdad. Cuando terminó de pintar dije que podía haberse dado más prisa, aunque no fuera cierto, y desde entonces decidí repintar yo mismo el piso cada vez que lo necesitara. Has empezado a aparecer, escrita en rojo, siguiendo el rodapié. "Ana", junto a los marcos de las puertas. "Ana" por toda una habitación vacía que está siempre cerrada, al fondo. No la uso para nada en concreto, aunque tu nombre ocupa bastante sitio. Cuando no queda más espacio, vuelvo a pintar. ¿Te imaginas lo que hacen los vecinos? El olor penetrante a pintura blanca lo impregna todo. Salgo al rellano, con la mascarilla todavía puesta. Me acurruco en un rincón satisfecho. Y puede que sea el anciano oscuro de la puerta de al lado el que sale del ascensor, o esa mujer casi tísica, Eva, que tiembla siempre como un frigorífico a punto de morir cuando recoge sus cartas. Miran entonces la puerta entreabierta de esta casa, muy despacio, y luego me miran a mí y notan el olor a pintura. No puedo explicártelo, pero me gusta cuando se tapan la nariz y, al poco, se meten en el quirófano amarillento que es su hogar. Alguna vez han observado unos minutos por la mirilla, esperando. Les he saludado desde el rincón.En cierto sentido, ahora que nos recuerdo, me entristecen las superficies desnudas. Hay una pereza espantosa en los pupitres sin arañazos, las bañeras, o en esa gente que ha tirado las cartas de otros (seguro que conocemos a alguien). Te echo de menos. Y puede que aún te quiera. Es todo lo que puedo decirte. En la tienda de tatuajes a veces no soy capaz de terminar esos árboles negros, o ni siquiera intento hacer los colores del escudo. Quieren echarme si no cambio. Eso dicen.Hace poco, una mano poderosa, manchada de la tinta de un informe, decidió cambiar el urinario de la plaza por otro nuevo. El corazón de la gente tarda en abrirse, eso es algo que he aprendido en esta ciudad. En ocasiones voy allí, meto la moneda, y al entrar noto sólo el hueco mamífero, un rastro de perfume, nada. Apenas hay un insulto a un partido político junto a esa taza moderna. Dos frases huérfanas, a medio hacer, sobre miembros viriles. Y nadie ha vuelto escribir que quiere a nadie (tardarán un poco). Hoy, al despertarme, lo he hecho: he pintado un corazón con pintura fluorescente en la pared que hay frente a mi cama. Dentro, he escrito nuestros nombres. No ha quedado mal; hay un tramo que se derrama hacia abajo, bordes abruptos, varios churretes, pero el corazón es gigante, sólo se ve cuando apago la luz, y me parece hermoso. El resto del piso vuelve a tener sus paredes limpias, recién pintadas. Ana, ¿has sentido alguna vez tu cuerpo junto a una pared blanca y hallado, de pronto, el punto justo donde debía escribirse un mensaje? No sé, puede que no vuelva a escribir nunca. Puede que mañana, si encuentro las fuerzas, deje otros mensajes -"te quiero", "¿te acuerdas de mí?", "volvamos a vernos algún día"-, o regrese al urinario, o convenza a alguien de que se tatúe ese nombre querido en su espalda. Supongo que ese día, cuando vuelva a casa y no quede más espacio, te recordaré, volveré a repintar todo. Entonces, durante un buen rato, tocaré las paredes.
(Matías Candeira)
Nota: Carta ganadora del V Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor.
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