miércoles, 10 de septiembre de 2008 | By: Abril

Carta para Camaleones



Tienen razón Amor, nunca hablo de ti. Porque hablar de ti es desde hace casi dos años como hablar de mí misma. Porque tú te has convertido en mi mejor mitad. Y esa mitad la guardo sólo para mí.

Cuando más desprevenida estaba apareciste. De repente me encontré acompañada a todas horas. Desde entonces son tiempos de amar y de no envejecer, porque la vida me mira a través de tus ojos y en esos ojos grises siempre seré joven y bonita. Nadie sabe quién es aquella que le sonríe a la lluvia sin motivo alguno, y a los atardeceres cuando se acerca la hora de nuestra cita diaria. Quien lo haya sentido alguna vez no precisa oírlo; quien no lo haya sentido no lo comprenderá.

Contigo Amor he alcanzado algo que jamás supe lo que significaba: la serenidad.
Los otros no fueron más que tiempos breves y confusos en mi vida. Prehistoria del pecado, apuntes de pasión, amor de niños, ensayos... Hasta que llegaste tú, con esa forma tan tuya de ver la vida sin traumas ni rencores. Ahora eres tú quien mejor conoce mis tristezas y mis alegrías.

Hay quien nos aplaude y hay quien se ríe a nuestras espaldas. Hay quien no apuesta por lo nuestro y quien afirma que no me ve convencida. Sólo nosotros sabemos que a pesar de nuestras diferencias somos la pareja perfecta. Me gusta tal y como es mi vida a tu lado, porque he empezado a amar las pequeñas cosas como nunca antes lo hice.

Yo no necesito estrenar un vestido nuevo cada Domingo de Ramos, ni rosas y bombones los catorce de febrero, ni ser la reina de la olla exprés, ni viajar al otro lado del mundo cada puente de la Purísima. No quiero que elijas mi corte de pelo, ni estar pendiente de tus llamadas de teléfono, ni que una agenda decida mi vida. Me conformo con ver atardecer en la playa contigo, con pasear por el parque, con viajar en autobús a cualquier sitio, con tomar café en los bares de siempre y tener mil tardes de sofá y televisión junto a tí.

Me encanta crear nuevas costumbres a tu lado y ver como se te ilumina la cara cada vez que nos reímos juntos, con nuestro lenguaje particular que nadie, salvo nosotros, entiende…

Recuerdo nuestros comienzos aquella tarde de marzo. Nos encontramos como dos chuchos callejeros cubiertos de mataduras y pusimos exquisito cuidado en nuestras palabras para no lamernos las heridas el uno al otro. Y te empecé a amar incondicionalmente, poco a poco. Me enamoré de ti, del sabor retraído de tu yo, de las alcobas de tu alma, de la noche de tu pelo llena de lunas fallidas, de la fuerte arquitectura que sostiene tu cuerpo y tus sueños. Te amé y cuando me encontré entre tus brazos me sentí querida como nunca, porque una valora más lo que no ha tenido.
En ningún momento quise preguntarte por tu pasado, aunque me lo contaste, ni si pensabas que la gente que habías amado podía algún día regresar a tu presente. No quisimos pensar en eso, ni siquiera cuando nos quedábamos callados después de las risas. Era consciente de que llegaba tarde, de que llegábamos tarde, a la vida del otro, pero pensé que nuestro presente surgido del aire como un encantamiento lo impregnaría todo, que a partir de entonces olvidaríamos nuestros recuerdos como el equipaje perdido en un aeropuerto; que superaríamos hasta nuestra diferencia de edad. Y así ha sido desde entonces. Nací el año en que llegaste a España por primera vez, hiciste un viaje por el norte con tus padres. En cierta forma aparecimos juntos en esta tierra. Lo sé, nada de eso tiene importancia, cuando las ilusiones se quiebran hay que sobrevivir de otra manera.
Después de la primera cita a solas, terminaste dándome las gracias a pie de página: "gracias por la risa". Después he oído varias veces la misma expresión pero ninguna me sonó como cuando tú me la dijiste, que me sonó a campanillas. La tuya me produjo la sensación de que había creado frases exclusivamente para ti, para que algún día llegaran secretamente mis palabras a tu cama. Era como una respuesta presentida. Esa frase inició todos mis sentimientos posteriores, mi curiosidad y a la vez mi miedo a conocerte. Me sentí casi feliz al saber que mis vivencias habían hecho reír a ese niño que ya había dado el paso odiado y escabroso de dejarlo todo, tierra y pasado, muy atrás.
Así fue la primera de las quinientas noches que hemos compartido. Tal vez empezamos un juego solitario y peligroso, pero poco a poco el azar fue destapando una a una nuestras cartas y en cada una de ellas encontraba la esencia de tus pensamientos, a cualquier hora del día o de la noche. Para nosotros, jugar con aromas nocturnos fue jugar con fuego.
Cuando me contaste tu vida con ella, la anterior a mí, empecé a comprender por qué quería tanto a ese niño que había llevado siempre el corazón incandescente, como una lámpara de luz azul. Cualquier episodio de tu vida justificaba todos tus insomnios y agorafobias. Fuiste el discreto compañero de una mujer por la que perdiste el alma; un amor al que decidiste guardar un luto riguroso hasta que nos encontramos por primera vez. A cambio de tu alma ella te dejó tus miedos y recelos, pero supongo que ninguno de ellos llegó a vislumbrar el hielo incandescente que alimenta tu llama azul.
Intenté aprender a quererte, narrándote mi vida paso a paso. Te conté de mis padres, de mis amigos y de mis noviazgos frustrados, de mis inquietudes y soledades, te hablé de la gente que quiero y de la gente que detesto, te abrí mi caja de Pandora. Te llevé a un bulevar íntimo y secreto, e inventé nanas para exorcizar tus insomnios, versos que brotaron desde la primera tarde en la playa que pasamos juntos, en la que amanecí en ti como en un feliz suicidio y renací detrás de tu horizonte, tú lo llamaste frontera.
Probablemente tengas razón, Amor. Tú y yo viajamos con todo encima y por eso somos tan complicados. En tus momentos difíciles yo no puedo pretender protegerte de las estrellas más que la sábana con la que cubres tu cuerpo desnudo en las noches de verano…
En la playa nos besamos a favor del viento por primera vez. Allí estuve yo loca por ti, con la violencia mansa del viento del sur que deshilachaba aquella bandera verde de la playa y envolvía tu aliento transparente; esa tarde que no entendí nada, que nos paseamos temerariamente por la orilla al filo de la indiferencia, cuando lo que yo hubiera querido era envolverte como el viento, debajo de tu ropa.En el camino de vuelta nos cayeron encima aguaceros de oscuridad. Sin embargo, ya sabíamos que viajábamos queriéndonos.
En aquella cafetería hubiera querido quedarme en tus ojos grises para siempre, pero sólo atiné a aferrarme torpemente a la cordillera de tu cuerpo sin saber dónde ponía el corazón, las palabras o los labios. En cambio en el Budha del Mar nos mantuvimos abrazados como aguardando que durante esa noche se creara otra vez el universo y nos escapamos luego huyendo de la lluvia por el Callejón del Agua como si nada hubiera ocurrido.
Durante los primeros encuentros me mantuve lejanamente a tu lado, no quise rasgar la bruma que te embargaba, esperaba a que saliera mi dolor antiguo, como quien abandona la soledad y empieza a recorrer de nuevo las estrellas y los cuerpos. Deseaba que te apoyaras en mí, que te acercaras de puntillas, como siempre lo habías hecho en medio de la noche.

(La Dama)