lunes, 1 de febrero de 2010 | By: Abril

El día en que perdí la voz


Querido Miguel:

Le he dado mil vueltas a este inicio de carta y todas mis vueltas acaban en el mismo sitio: la papelera. Nunca he sabido contarte cómo me he sentido en estos años a tu lado. Lo cierto es que cuando tienes la voz apagada y el ánimo disperso, y además vives a la sombra de alguien como tú, con tu físico de galán latino, tu saber estar y tu vasta cultura, hablar contigo no resulta fácil. Y mira que lo intenté y volvía intentarlo una y otra vez durante todos estos años que he vivido contigo…
Y así fue pasando el tiempo; tú siempre tan dispuesto a comerte el mundo, tan confiado de tus logros y de tu valía, tan orgulloso de tus proyectos y tan seguro de ti mismo en cada gesto, en cada palabra…Yo, en cambio, fui poco a poco perdiendo la poca voz que heredé de mis padres, y un día, sin saber cómo acabé perdiéndola definitivamente. Dejé de hablar una tarde y tú ni siquiera te diste cuenta hasta el tercer día…Yo no dije nada, no podía, pero tampoco tenía nada que decir. Al parecer, según los especialistas que me vieron, eso es algo muy habitual entre las personas que crecen a la sombra de otras. Y eso es exactamente lo que me pasó a mí. Me convertí en una "mujer-hongo" el mismo instante en que te conocí. Te admiraba tanto que no quería interrumpirte cuando dabas aquellas charlas tan brillantes en medio de auditorios cada vez más abarrotados de seguidores. Yo te envidiaba y me sentía extrañamente partícipe de aquel éxito tuyo. Más tarde comprendería que tu éxito no tenía dos dueños. Y yo, ingenua de mí, pensaba que sí…
Al principio intenté seguirte en esta carrera, porque creía que me necesitabas a tu lado; pero pronto me di cuenta de que nunca has necesitado a nadie. Por eso un día dejé de correr, porque no podía seguir tu ritmo y porque, cuando me miraba en los espejos dejaba de reconocerme…
Coincidió con que noté que tú habías dejado de escucharme. Por eso, cuando llegó el día en que perdí la voz, tú no te diste cuenta hasta pasado algún tiempo. Empezó entonces mi recorrido por todas las consultas de logopedas, otorrinos y psicólogos de la ciudad y después del país. Ninguno encontraba una explicación lógica a lo que le había pasado a mi voz. Hasta que un día, cansada de que fueras mi interlocutor delante de la gente, pronuncié las últimas palabras que escuchaste de mis labios: “Querido Miguel: No hablaba porque no tenía nada que decirte. Pero en este momento esas palabras han llegado a mi boca como una inspiración. Te dejo. Me he cansado de vivir a tu sombra. Quiero volver a reconocerme en los espejos y si te tengo delante no podré verme en ellos. Tú nunca me has necesitado a tu lado. Si acaso sólo para apoyarte en mi baja autoestima. Por eso hoy he decido hablar para decirte: adiós y hasta siempre…”
Por primera vez, permaneciste callado escuchándome. Lástima que tu silencio llegara demasiado tarde.

(La Dama)

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso....te comprendo perfectamente