sábado, 6 de febrero de 2010 | By: Abril

La noche que salí contigo


Me falta el aliento cada vez que cortan tus ojos los aires del alba.
¿Recuerdas?

La noche se volvió caballo y cabalgamos el alba sobre sus lomos.
La cerveza y nuestra sangre, las luces, la música, tus ojos, tus ojos.
Fuimos uno aunque nadie pudiera entenderlo. Nos faltó el tiempo y un millón de cafés con gotas, nos faltaron palabras, más chistes, más carcajadas, más reproches, más enfados, más
perdones y todo, todo lo juntamos en aquella noche.

Tu te liabas los porros con una sola mano, a mí me llegaba con olerte. Una rubia sideral te subía por la espalda pero tus ojos le decían que esa noche ya tenías rubia. Nos perdimos en el humo y en los ritmos, nos deshicimos en el olor del tabaco y volvimos a reunirnos sobre las aceras. La música sonaba dentro, percutiendo en la piel, como para grabarse en la memoria. Alguien que llevaba un cóctel en el agua de los ojos nos propuso un trío. Casi nos parten la cara porque no pudimos evitar el ataque de risa. Ya sabes, en momentos así, no puedo aguantarme la ironía, supongo que fue eso y tu forma de mirar lo que me hizo correr de tu mano y ser perros callejeros. Nos lo bebimos todo, hasta el vapor que exudaban las paredes, todavía me queda alguna "china", que no es mía, en el bolso que llevaba aquel día. Aquella noche reunimos todas las risas. Aquella noche hicimos esperar la madrugada.

Subimos la escalera como si fuera la primera vez que coronáramos la azotea, a hurtadillas. Nunca entendí de dónde sacaste esa pericia para abrir puertas.
Madrid amanecía como siempre, con su gorra ladeada y volutas de humo sobre las terrazas, aunque Madrid ha tenido siempre una luz imprescindible, un brillo inexorable que me hace recordar la sonrisa de lo inhóspito, la ternura que se esconde en lo rebelde, la curiosidad que se extiende en lo incomprensible, porque Madrid ha sido para mí una incógnita siempre, como tú, que te muestras y te escondes al mismo tiempo igual que un enigma sin resolver.

Me hablabas de Australia y solo nos quedaban dos pitillos, yo te sabía trastornado. El sol asomaba lánguido por los tejados, sin hambre. El ruido de los motores acudía "in crescendo" a ese lugar inconsciente del oído. Un pajarito cantó algo tímidamente y
yo dije que cantaba un gorrión, pero tu dijiste que no, que era un mirlo y no me atreví a llevarle la contraria al señor de los pájaros. Porque tu siempre quisiste ser pájaro.

Te levantaste y ejerciste el suspiro más creíble que haya escuchado jamás y con toda la determinación del mundo me dijiste:

-Voy a ser feliz

Por alguna razón que nunca llegaré a comprender, quizá la fuerza con que lo dijiste, quizá el resplandor en tu mirada, no lo sé, te creí, a veces aún lo creo. Pero aún así no pude
resistirme a la necesidad de responderte:

-Yo voy a ser.

Tu risa se perdió por los ribetes de Madrid, inflando los oxígenos de un aire nuevo, distinto, dándole una esperanza a la ciudad, entregándote a tus resoluciones con la alegría de un loco, y a mí me hizo feliz sentir tu risa por dentro, como un escalofrío, como un presentimiento.

Luego ya sabes, la vuelta a casa, unos consejos para la resaca, los celos de la princesa y ese par de besos que siempre nos damos sin ganas, quizá porque tú y yo no nos hemos besado bien nunca, sin la abnegación y la entrega, que yo al menos, le supongo a los besos,
sin ese consumirse o acabarse en una piel para llegar más adentro, a las fronteras del alma.

Reírnos. Eso sí lo hemos hecho bien siempre, el uno en el otro, sin distracciones, sin confusiones, sabiéndonos, sin importarnos nada más que el contagio y la magia.

Antes de que te plegaras detrás de la puerta de la habitación pude oírte, tu no lo sabes, porque a veces yo te oigo cuando tu hablas para mí, aunque solo lo digas para ti mismo. Lo dijiste en voz baja, como un susurro construido para eso, para hacerse tenue, blando, y aquellas cuatro palabras penetraron en mí como la fibrade una certeza, porque si hay algo que sé, es te pusieron en la tierra para que me dolieras como un tiro en la cabeza, como un
silencio sostenido en las palabras del mundo, como una herida crónica.

Casi estaba cerrada la puerta cuando tus labios se pronunciaron:

-Voy a echarte de menos.

(Para el canalla al que le gustan los pájaros)



(Laura Aracil)