lunes, 15 de febrero de 2010 | By: Abril

Otoño de 2009, atardecer con llovizna


Hola, mi querido, tanto tiempo... ¿cómo estás?

Quisiera poder llamarte así, simplemente, y que charláramos como dos viejos amigos que se reencuentran después de un largo viaje en soledad.

Hace tanto de mi vida que no sé nada de tu vida, que creí que te tenía olvidado. Pero hoy, sin pensarte, sin nombrarte, sin darme cuenta de nada, desperté de una larga siesta con el recuerdo de tu rostro cubriéndome el paisaje de mi tarde y sintiendo en todo mi cuerpo el inolvidable roce de tus manos exaltando mis sentidos hasta dejarme sin sentido.

Sé que talvez no te acuerdes ni tan siquiera del timbre de mi voz calentando tu teléfono con mis ansias. Que si te llamo, dudarás antes de darme un nombre, para no herir al fantasma que se levanta y te clama un espacio en tu memoria. Sé que reirás burlón, jugueteando con la incertidumbre de no poder reconocer a quien paseó colgada de tu brazo por los prohibidos jardines del placer hasta caer agotada en el sueño y seguir en el sueño paseando colgada de tu brazo por los prohibidos jardines del placer, hasta sentirse morir de amor, y volver a vivir sólo para verte. Para verte y poder amarte nuevamente.

Sé que crecerá tu vanidad en ese buscarme dentro de tu agenda personal, y que acudirán a tu frente nombres, rostros, recuerdos, atropellándose con perfumes, risas, vinos, lágrimas, alegrías, dolores... en una inútil murga que lleva vestida su desnudez con toscos oropeles creados con latones y papel crepé; con imágenes pintarrajeadas con borroneado rouge y hechas de miga de pan, levantándose desde las devastadoras cenizas, deformándose bajo la lluvia. Colmándose de sal bajo las lágrimas. Bajo la soledad de mis lágrimas solas.

Desgastadas efigies mohosas, arrastrando luminosos harapos salpicados con destellos de cristales de plástico, de lentejuelas circenses, ofreciendo extraños brindis en vasos vedados, avanzando atronadoras por las exclusivas avenidas de tu ser interior, pisoteándote, destrozándote, muy a tu pesar. Por que los recuerdos siempre destrozan al pasar por el alma que los evoca.

Aunque lo niegues. Aunque lo niegues y te desangres.

Porque reconozco que siempre tendemos a repetirnos en las cuestiones amorosas. Porque recreamos una y otra vez los mismos juegos, las mismas idioteces geniales con las que perdimos antes. Cada cosa que yo, en mi intento de ayudarte a que me recuerdes, te traiga del pasado --de nuestro pasado, porque nosotros fuimos dueños del tiempo del otro — estoy segura que las habrás vivido una y mil veces más con diferentes pieles, con diferentes olores, ¡con tan diferentes murmullos!

Talvez, hasta te sucedió como a mí, que muchas veces sufrí la humillación de nombrarte en pleno amor, sin querer hacerlo. De despertar -- como hoy, a pesar de tanto tiempo recorrido desde tu cuerpo hasta mi soledad — con el sabor de tu boca en mi boca, con el latir de tu cuerpo dentro de mi cuerpo.

Y saber que esta tarde otoñal es más fría, más gris de lo que parece cuando se te mete entre las sábanas y te trae el calor perdido de otras tardes de otoño, con olor a humo brotando desde el encendido hogar, con los centenarios leños dándoles reflejos irreales a nuestras pasiones. Colándose por cada uno de nuestros poros, exaltados en su calor. Enfebrecidos. Enardecidos.

Mientras, cual dos bestias hambrientas, continuábamos devorándonos el uno al otro, para poder volver mil veces a renacer.

Y volver mil veces a renacer cuajados de eternidad en el eterno ritual de la vida que incendia a los amantes. Porque en aquel momento creíamos que el ser amantes era una eternidad atrapada entre dos almas que no podían separarse por más lejos que estuvieran una de la otra.

Para luego descubrir que era cruzar del cielo al infierno sin transición, desnudos y con tan sólo un pasaje de ida para dos.

Por eso hoy me asombra sentirte tan cerca, como si toda la arena del viejo reloj hubiera sido empujada por algún viento cautivo del arcano, dejando escapar su caja de dolor, despojado y solo.

Bebo una a una cada caricia tuya que se quedó en mi piel mientras sigues buscando en otras pieles el placer que nunca llegó a colmarte ninguna.

Recuerdo con exactitud enfermiza cada espacio de tu ser. Tus gustos. Tu forma de amar. Tus gemidos agónicos en cada pequeña muerte de a dos.

Si supieras las veces que lloré de rabia y de impotencia por no poder retenerte.

Si supieras las veces que te llamé sin llamarte.

Hasta que creí --infantilmente—que te había olvidado. Que estabas borrado por el vértigo de otras pasiones que desbordaron mis sentidos.

Y juro que amé. Que amé con tantas o más ansias que con las que te amé a ti.

Que tuve celos, odios, deseos, esperanzas, desesperanzas; pasiones tanto o más intensas de las que sentí por ti, de las que me inspiraran tu piel, tu voz… tu voz que sigue vibrando guardada para siempre entre los pliegues más recónditos de mis sentidos.

Y hoy, sin siquiera imaginarlo, mi parte más profunda te rescata del olvido, del ostracismo al que yo te tenía confinado y comienza una campaña proselitista con tus retazos, y me cubre de panfletos en los que tu imagen sonríe y me llama.

Y me trae a la superficie de mi nada interior el roce de tus manos, el cálido olor de tu piel, la fuego de tus ojos adormecidos en los míos, la complicidad de algún tonto secreto compartido en la mágica estación de nuestras almas.

Quisiera poder tener la serenidad, la valentía de tomar este inerte aparato telefónico y llamarte y que me contestes; y que te alegres al reconocerme de inmediato y me digas, como antes, con tu inolvidable voz temblorosa de amor en la espera:

--- Hola, querida... esperaba tanto tu llamada... justamente estaba por hacerlo yo, dado tu largo silencio. Pero temía que no me respondieras, ven pronto, por favor… ¡te sigo amando tanto!

Pero este miedo cerval que incinera mi ser, me obliga a alejarme, a no tener más para decirte, por eso me despido de ti tratando de enterrar profundamente estas piedras de tu recuerdo en medio del desierto de mis días. Y sé que, ahora sí, jamás volveré a buscarte; mi orgullo me encadena, matándome en los domingos huérfanos de sol, de este otoño tan lejano de aquél otoño nuestro, pero con todos sus segundos invadidos de tu recuerdo.

…y a pesar de todo lo que dije o haga, ¡te sigo amando tanto!

Brindando por la eternidad, último lugar donde nos encontraremos, me despido pidiéndote perdón por seguir aferrada al recuerdo cuando todo ya está muerto, jurando que arrojaré las cenizas de esta carta al viento, para que nunca puedas leerla.

Para que nunca puedas volver a burlarte de mis sentimientos.

(Mª Teresa del Valle Drube Laumann, Accésit en el IV Concurso Internacional de Cartas de Amor San Valentín)