Detesto haber sido feliz en tantas partes. No me quedan lugares vírgenes de ti. Y no me gusta que me pregunten dónde estás, que por qué no viniste o que te manden recuerdos. Porque eso es lo único que tengo, un montón de recuerdos que se acurrucan en la almohada cada noche, que se esconden del frío olvido en las zapatillas que me regalaste, que se ríen protegidos en los álbumes de fotos...
Aborrezco esta ciudad porque te llevaste contigo todo lo bueno. Las calles y las esquinas, que siempre creí nuestras, resultaron ser sólo tuyas. Las plazas, también. A mí me quedó sólo el gris de las baldosas, las sombras de lo que pudimos haber sido y los besos que no te di, errantes huérfanos entre tu boca y la mía, alientos suspendidos en el aire a merced del viento y los inviernos.
Pero por más que lo intento, no consigo odiarte. Porque tus ojos, aunque no estén a mi alcance, siguen siendo el único camino que conozco para alcanzar el fin del mundo. Porque cuando casi nació nuestro bebé, las lágrimas que recorrieron nuestras mejillas fueron ciertamente eternas. Y no. No tuvimos la culpa de perder a nuestra pequeña Raquel (si era niña) o a Miguelito (si era niño). Ni tú, ni yo. Quizás fue ella, o él, quien prefirió morir en tu vientre, intuyendo que no podría luchar contra nuestras diferencias. Eso sí fue culpa nuestra. Tuya por no sonreír, mía por no saber cómo hacerte sonreír. Tuya por huir sin mirar atrás. Mía por no salir tras tus pasos.
Se nos hizo tarde entre excusas y reproches. Olvidamos soñar por las noches y el día amaneció gris. Confundimos la lluvia con los paraguas. Nos protegimos de las lágrimas y nos hicimos impermeables. Equivocamos los labios con las piedras. Dejamos de besarnos y nos abandonamos en los márgenes del camino. Traicionamos a las palabras importantes y nos fuimos como una canción... repitiendo que me querías, que te quería, que me querías, que te quería, sólo que cada vez más bajito, hasta que finalmente dejamos de querernos.
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