Y un día, por fin, sólo te quedaba yo para que me contaras cómo te sentías, aunque sé que nunca llegué a conocerte. Eras tú sola para mí. A cada paso que dábamos se desaceleraba el mundo, y dejaba que lo viéramos mejor. Cada paseo salía ese Javier que hasta yo desconocía, divertido, irónico, atrevido, medio loco y pleno de felicidad. Y lo quieras ocultar o no, veía en tus labios una sonrisa, esa sonrisa que me daba la vida y el sentido de la existencia, esas carcajadas medio ahogadas entre tabaco y helado. Para cada trago de cerveza o amargo, estaba yo allí para ti, y tú allí para mí. Cargar con tu mochila, correr contigo para alcanzar un tren. Conseguiste que oyera mis risas y mis carcajadas sinceras, no esas con las que normalmente soy amable con el resto de los vivientes; conseguiste hacerme reír de la cabeza al alma.
¿Cómo es posible que cuando íbamos al mercado, además de traer queso, vino, verduras, velas; yo volviera cargado con kilos de felicidad, satisfecho por un trabajo que ni había hecho? Justo cuando cogías el autobús, ya quería volver a verte, y tras comer necesitaba llamarte para ir a hacer lo ejercicios al parque de Wiesbaden, previo capuchino con mucho azúcar y tres tipos de sirope en la estación de tren. Y a la vuelta una cena en el Kebab, que era la mejor comida del día, pues durante esos meses tuve que comer patatas de todas las formas posibles para poder salir siempre contigo. Cuando llegó la primavera y las barbacoas, cada nota que salía de mi guitarra aullaba 'te quiero'.
Creo que el día más feliz de mi vida fue cuando estuvimos en el lado enfrentado a Bingen, justo donde está el monumento Germania, y a mí el monumento me daba exactamente igual, fue cuando a Juan se le ocurrió bajar la empinada ladera de viñedos hasta un castillo a la orilla del río. En ese momento, en que los dos perdíamos el equilibrio nos cogimos de la mano, no por cariño, sino para no rodar ladera abajo. Si lo hubiera premeditado me habría salido mal. La sonrisa de idiota me duró más de una semana.
Y justo el día antes del examen del segundo semestre de alemán, nos fuimos a la universidad a estudiar. A mí se me escapaba el alma por el pecho. Enamorado como un becerro no podía estarme quieto y nos fuimos al cementerio que estaba al lado. Aún no he llegado a entender cómo es que teníamos esa tanatofilia, que nos hacía estar más a gusto entre los muertos que entre los vivos; he llegado a pensar que era porque sabíamos que nuestra relación irradiaba vida.
Allí, sentados en un banco, te lo dije: 'Te amo'. Me suplicaste que no pronunciara esas palabras que cambiarían nuestras vidas y nuestra relación, pero tuve que hacerlo, resoplaban impacientes las palabras tanto tiempo guardadas. Lo solté, y con toda la misericordia y el amor que pudiste me dijiste que no sentías lo mismo. A pesar de lo que me dijiste esa tarde descansó mi ansiedad de amarte. Había tenido la valentía de decirte lo que sentía, y a pesar de tu 'no', y a pesar de que sabía que pasaría después, no me sentí infeliz. ¿Sabes, lo único que le faltan a estas fotos?: tú y yo siendo felices.
(Javier Guzmán Simón)
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